Por Pablo Yurman
Resultan poco conocidos, por no decir directamente ignorados, los vínculos históricos que unen a nuestro país con una porción de África, hoy un país independiente, el único hispanoparlante de ese vasto continente, Guinea Ecuatorial. No sólo formamos parte, en épocas lejanas de un mismo imperio, el español, sino que esa porción africana dependió administrativamente del Virreinato del Río de la Plata, es decir, de la actual Argentina.
La zona del Golfo de Guinea, entre los ríos Níger y Ogooué, fue durante siglos área disputada por potencias europeas que colonizaron el continente africano. Es así que holandeses, portugueses, ingleses y españoles tomaron sucesivamente posesión de dicho territorio y, fundamentalmente dada su importancia estratégica, de las islas circundantes al mismo, entre otras, la llamadas Fernando Poo y Santo Tomé y Príncipe.
Más allá de todos los avatares coloniales, nuestra olvidada provincia africana llegó a vincularse con nosotros casi de forma casual. Con la firma del Tratado de San Ildefonso, Portugal y España pusieron fin a una época de guerras en varios puntos de sus respectivas áreas imperiales, contienda que tuvo, no obstante, el epicentro de los conflictos en la cuenca del Río de la Plata. Así, el territorio de la Banda Oriental (del río Uruguay) e incluso todo el sur de lo que hoy es Brasil, hasta la isla de Santa Catarina, fue objeto de incursiones militares en uno u otro sentido.
Nos dice Vicente Sierra: “Así se llegó al ‘Tratado de Límites en la América meridional ajustado entre las dos coronas y firmado en San Ildefonso el 1º de octubre de 1777’, signado por Francisco de Souza Coutinho, por Portugal, y el conde de Floridablanca, por España. Por él, Portugal cedía a España las islas de Martín García, Dos Hermanas, San Gabriel y Colonia del Sacramento, y con ellas, la navegación de los ríos de la Plata, Uruguay, Paraguay y Paraná”. Y agrega el historiador: “A los fines de asegurarse la provisión de la esclavatura negra, Portugal cedió a España la isla de Año Bueno y la de Fernando Poo, en la costa de África” (Sierra, Vicente, Historia de la Argentina, tomo III).
En 1778, el brigadier español Felipe de los Santos Toro y Freyre, zarpó del puerto de Montevideo rumbo a Bioko, para tomar posesión de los territorios del golfo de Guinea en nombre de España, pero murió cuatro meses más tarde, tales territorios serían parte del Virreinato del Río de la Plata. El segundo gobernador fue Fernando Primo de Rivera, que lo fue del 14 de noviembre de 1778 al 30 de octubre de 1780.
Producida la Revolución de Mayo de 1810, pareciera que Buenos Aires, pese a ser la capital del Virreinato, se desentendió del territorio ultramarino, el cual fue paulatinamente cayendo en el olvido, permaneciendo como colonia española hasta su independencia formal en 1968. Es poco probable que la Argentina como Estado independiente hubiera conservado su soberanía teórica sobre lo que hoy llamamos Guinea Ecuatorial. Pero no tanto por la distancia: piénsese que la travesía de Buenos Aires al Alto Perú tomaba, para las carretas, semanas por huellas a lo largo de la inhóspita pampa, y ese grado de dificultad y tiempo no era peor que ir en barco desde Montevideo rumbo al África.
El verdadero motivo por el cual la Argentina se olvidó de Guinea Ecuatorial como parte de su territorio radica en la miopía ideológica de la dirigencia política unitaria que gobernó con notorio desdén al interior. En otras palabras, si para Carlos María de Alvear y Bernardino Rivadavia no había que perder ni tiempo ni recursos en conservar la extensión del antiguo Virreinato y, por tanto, podía cederse el Alto Perú, Paraguay, y la Banda Oriental, no puede menos que imaginarse que una lejana posesión ultramarina no ameritaba ni siquiera discutir al respecto.
El unitarismo tuvo siempre una especie de gran zoncera, al decir de Jauretche, que se haría explícita con Sarmiento pero que ya estaba en estado embrionario en los hombres del puerto de Buenos Aires: el mal que aflige a la Argentina, pensaban, es su extensión.
Precisamente lo opuesto a lo que sucedió con el Brasil que fue parido por una elite dirigente con visión de grandeza. Al respecto nos dice Marcelo Gullo que “en la estrategia política británica de dominación mundial estuvo siempre presente la idea, si bien disfrazada, de desintegrar territorialmente o desarticular a los estados periféricos. Gran Bretaña tuvo como objetivo estratégico la fragmentación de la América hispana y de la América lusitana. Inglaterra alcanzó su objetivo en una Hispanoamérica conducida por grupos dirigentes ideologizados y sin experiencia política, pero en la América portuguesa se encontró con una elite de conducción que conocía los secretos de la Realpolitik…” (Gullo, Marcelo, “Argentina – Brasil, la gran oportunidad”).
En efecto, a diferencia de la atomización experimentada por las antiguas partes del Imperio Español, Brasil no sólo conservó su unidad territorial sino que ha sabido implementar, a la par de los procesos de integración continental, otros que lo vinculan con los antiguos pueblos que reconocen una misma matriz cultural, con afinidades lingüísticas, religiosas, artísticas y culturales, herramientas con las que se puede surcar más establemente las inestables aguas de la globalización.
Así, Brasil encaró hábilmente la constitución de la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa, plataforma de integración que, independientemente de Mercosur y Unasur, le permiten contactar con realidades ultramarinas como las de Angola y Mozambique, entre otras. Nuestro país debería intentar seguir ese ejemplo y estrechar vínculos con aquellos pueblos con los que se comparten historia, cultura, lengua y valores religiosos, pese a innumerables matices, para navegar el desafío de la globalización.