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El Mercado Central de Rosario

El comercio en nuestra ciudad ha ido variando en su forma: desde los vendedores ambulantes, ferias, almacenes, supermercados, hasta los shoppings de hoy, todas formas de intercambio comercial como reflejo de la sociedad.

A lo largo de los años, el comercio en nuestra ciudad ha ido variando en su forma.

Desde los vendedores ambulantes, los mercados, ferias, almacenes, supermercados, hasta los shoppings de hoy, las formas de intercambio comercial han sido, y son, el reflejo de una forma particular de sociedad. De todos estos modos de comercio, el que trataremos es uno ya exánime hoy en nuestra ciudad, pero que en muchas ciudades del mundo todavía permanece intacto: el mercado.

Situados en diversas zonas de Rosario, existieron desde mediados del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, estos espacios dedicados a la venta de la más heterogénea clase de artículos. Si bien algunos son más conocidos que otros, su existencia y trayectoria se puede rastrear a partir de los documentos escritos y orales y de las escasas fotografías que existen de algunos de ellos. Aunque uno de los más conocidos fue el Mercado Sud, luego Central, no fue el único ni el más importante, junto a él coexistieron y se sucedieron otros tantos mercados, cada uno generando a su alrededor un paisaje único y un mosaico particular de personajes relacionados con este ámbito. Hasta la década de 1850, la ciudad de Rosario no contaba con ningún mercado, fue en el año 1855 en que el Poder Ejecutivo de la provincia llamó a licitación para construir un mercado público de abasto en el terreno comprendido entre las calles San Luis, del Puerto (San Martín), San Juan y Cortada Rivas (Pasaje Barón de Mauá).

El acontecimiento fue percibido por los rosarinos como un gran progreso para la ciudad, ya que significó la respuesta a un reclamo que se venía dando desde hacía ya bastante tiempo. Los cimientos del Mercado Sud se abrieron en octubre de 1856. La construcción del edificio se hizo de ladrillos, lo mismo que el piso. Los techos de baldosas; las galerías sostenidas por columnas de hierro; las veredas exteriores de piedra labrada y las entradas pavimentadas y con portones de hierro. El edificio tenía 63 metros por cada uno de sus cuatro frentes y en el patio central se ubicaba un aljibe. En cada uno de sus cuatro frentes de igual arquitectura existía un portón en el centro y cinco locales a cada costado con puertas y ventanas al exterior, ocupados por cafés, bodegones, casas de billares y almacenes; en el interior funcionaban los puestos de venta de alimentos perecederos bajo amplios aleros. El 7 de junio de 1857 se inauguró el flamante mercado con un gran banquete en el que hubo brindis alusivos, se jugó a la sortija y se repartió al pueblo carne con cuero. Por la noche hubo un baile en el teatro La Esperanza, que para ese entonces aún no estaba concluido, pero que se preparó y adornó para la ocasión. Éste se ubicaba en el solar donde hoy se erige el Banco Municipal en Peatonal San Martín al 700.

El surgimiento de este tipo de conglomerados comerciales dio lugar a la sanción de diversas ordenanzas y reglamentos para la convivencia y la higiene dentro de estos recintos. En el reglamento para el funcionamiento de los mercados (ordenanza nº 3 del 23 de marzo de 1863), por ejemplo, la Municipalidad disponía nombrar para cada mercado un comisario con el número de empleados subalternos que considerara suficiente para atender el orden, aseo y demás necesidades policiales. Los comisarios se dedicaban a dirimir diariamente las cuestiones suscitadas entre proveedores y compradores, imponían multas a los que falseaban el peso o medida de los artículos, vigilaban la calidad de los productos puestos a la venta, el orden público y que no se emitieran palabras inmorales, penando con sendas multas a aquellos que lo hicieran.

Dentro de los mercados estaba prohibida la venta de bebidas alcohólicas. Asimismo estaba reglamentada la cuestión de la limpieza de los puestos, para dar comienzo a la misma se tocaba una campana y en el acto, todos los inquilinos de cuartos y puestos se dedicaban a barrerlos y asearlos, y se depositaba la basura en un cajón que cada uno tenía a tal efecto, para ser entregados al hacerse la limpieza; ésta corría a cargo de dos o más carros, los que concurrían al mismo tiempo a levantar la basura que se acumulaba.

En 1904, el por entonces intendente Santiago Pinasco, concluyó la construcción del Mercado Central, de dos plantas. Del interior llegaban multitud de forasteros que adquirían los más variados artículos alimenticios, para llevarlos a su terruño como extraordinarios presentes gastronómicos. En el interior del mercado funcionaba un crecido número de puestos unidos en sectores de cuatro, separados por amplios pasillos, cada uno protegido con mallas de alambre. Carnes, aves, pescados, hortalizas, frutas, fiambres, quesos, leche y otros artículos de consumo diario colmaban esas instalaciones.

Convivían en el mercado, roedores y gatos arratonados, persiguiéndoselos con tenacidad.

En determinadas fechas, luego de la pausa del mediodía con el cierre de los portones, cuando las ratas buscaban descender del techo por los tirantes para buscar sus más sabrosos bocados en los puestos de quesos y fiambres, se procedía a eliminarlas a tiro de fusil. Los empleados de la sección Desratización de la Asistencia Pública, encargada de la eliminación, festejaban cada tiro certero con satisfacción. El vertiginoso crecimiento que experimentó la ciudad convirtió al Mercado Central en un obstáculo para la higiene, el desarrollo urbanístico y el tránsito vehicular de la zona, por el movimiento diario de los proveedores y puesteros. Promediando el siglo XX, se reclamaba la intervención de algún intendente municipal decidido a concluir con dicho emprendimiento, permanentemente denunciado como foco infeccioso en pleno centro de la ciudad.

Ese brazo ejecutor apareció en 1960. El intendente Luis Cándido Carballo, enfrentando la fuerte oposición de los arrendatarios de puestos y sobreponiéndose al “no innovar” de la Justicia, en pocos meses terminó con el imponente palacio de las ratas.

Una romería donde no faltaba el punga

Desde tempranas horas de la mañana, un mundo de parroquianos con canastas, paquetes, cajones y otros envases se desplazaban por los largos pasillos. Entre los seres que ambulaban por los alrededores se incluían muchos lustradores de botines y canillitas, y los que simulaban pertenecer a ese gremio pero eran en realidad expertos en robar a forasteros. Éstos les ofrecían con la mano izquierda algún ejemplar de algún diario, con preferencia el Giornale d´Italia o La Patria degli Italiani, colocándolo a la altura del pecho del candidato, para incitarlo a leer los títulos sensacionalistas, mientras que con los dedos de la mano derecha les desprendían subrepticiamente del chaleco la cadena de oro y el reloj que, rápidamente, desaparecían en algún bolsillo. Estas preciosas alhajas eran reducidas por los delincuentes en cualquiera de las tantas casas de remate al paso existentes frente al mercado. También se realizan turbios remates de joyas que engañaban a incautos codiciosos de adquirir por pocos pesos anillos, relojes, cadenas, medallas, prendedores y gemelos de oro, que a la semana ya mostraban el herrumbre del auténtico cobre. Podrían llenarse varios tomos con relatos de hechos insólitos ocurridos en aquellos sitios dentro o cercanos al Mercado Central.

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