En noviembre de 2014 el gobierno estaba silenciosamente más que desilusionado y preocupado con Irán. Más allá del fuerte desencanto por el nulo avance de lo más importante del acuerdo firmado en enero de 2013 –la posibilidad de algún tipo de avance en la causa AMIA y para la cual en esa época del fin del año pasado muchos dentro del Ejecutivo buscaban una salida ordenada del problema–, había otras preocupaciones, menores en calidad institucional, pero sí importantes. La promesa que había llegado en su momento a Casa de Gobierno sobre potenciales aumentos en las importaciones iraníes de productos argentinos de todo tipo nunca llegaron, y el intercambio bilateral terminaba el 2014 en caída libre.
Eran tiempos en los que los dólares escaseaban y desde el Ministerio de Economía de Axel Kicillof y el Banco Central, ya con Alejandro Vanoli en la conducción, buscaban Estados soberanos por el mundo que pudieran ayudar al país a conseguir dólares. Ya estaban avanzando los acuerdos con China y Francia, que le permitieron al Ejecutivo nacional conseguir unos 3 mil millones de dólares imprescindibles para poder llevar adelante la «batalla» para cerrar 2014 con tranquilidad cambiaria.
En la discusión sobre nuevos eventuales socios –luego se agregaría Rusia–, alguien mencionó en una conversación a algunos Estados con los que el comercio bilateral había disminuido en lugar de crecer. Uno de los mencionados fue Irán.
Sucede que en algún momento, hacia fines de 2012, además de las esperanzas luego fallidas de algún tipo de avance en la causa AMIA, el gobierno nacional pensaba que el comercio con el aquel país podría multiplicarse hasta llegar a convertirse en un foco de importaciones multisectoriales argentinas. La especulación indicaba que, fruto de los múltiples bloqueos con que el mundo fustigaba a los iraníes, ese país podría transformarse en un mercado similar al venezolano. Es a ese país donde la Argentina exporta no sólo productos primarios sin elaborar o con mínimo valor agregado, sino además máquinas, herramientas, automóviles, alimentos procesados y bienes intermedios. En esos tiempos se miraban cuadros donde se demostraba que, antes del acuerdo firmado en enero de 2013, la evolución del intercambio comercial pasaba de los cero dólares del período 2004- 2006, fruto del bloqueo del país –sólo había envíos marginales a través de bookers europeos intermediadores con sedes en África o el Caribe–, a una evolución que llegó a superar los mil millones de dólares anuales para la firma del pacto. Las esperanzas locales eran que ya en 2013 las cifras treparan por encima de los dos mil millones de dólares y que para fines de 2014 superaran los cuatro mil millones de dólares. Hasta el acuerdo, Irán era mostrado como uno de los mercados de mayor crecimiento interanual, con porcentajes mayores al 1.000 por ciento y con un listado de empresas donde figuraban prácticamente todos los grandes operadores de exportaciones primarias del país, incluyendo multinacionales norteamericanas con residencia en la Argentina. Desde enero de 2013 éstas aclaraban, por lo bajo, que no tendrían ningún problema en participar del crecimiento del intercambio comercial si no se hacía mucha publicidad desde el oficialismo. Otras empresas, especialmente europeas de Estados continentales, aclaraban incluso que sus propios países no estaban dentro de los gobiernos que bloqueaban a Irán, y pedían con absoluto silencio y prudencia estar en la primera línea del aumento del envío de exportaciones.
El primer trimestre de 2013 transcurrió con cierta esperanza, que incluyó un acuerdo privado para el incremento de la exportación de arroz por unos 300 millones de dólares extra.
Desde el gobierno nacional hubo expectativas entonces por convertir esta operación en la primera de una serie de contratos donde las fronteras iraníes se abrirían a cambio de la llegada de los dólares desde el país árabe. Para mejor nada se hablaba desde el Golfo Pérsico sobre la necesidad de algún tipo de intercambio, y mucho menos de la alternativa del envío de petróleo, subsidiado o no. La posibilidad de algún acuerdo comercial de este tipo –cambio de productos primarios por petróleo bajo la figura de fideicomisos como funcionan con Venezuela– fue una de las cuestiones que estaban incluidas en las acusaciones del fiscal Alberto Nisman. Sin embargo nunca hubo en los últimos años ningún tipo de consulta institucional, al menos dentro de los ministerios de Economía o de Relaciones Exteriores sobre esto.
Lo cierto es que, en noviembre de 2014, en el Gobierno, y analizando la evolución de la situación comercial, todo era desilusión con Irán. El dato, que se confirmará en febrero cuando se conozca el resultado final de la balanza comercial argentina, implica que en el ejercicio pasado las exportaciones llegarán, en el mejor de los casos, a los 800 millones de dólares, el menor desde 2009. Y más: no hay ningún tipo de contacto comercial sólido entre el país y las autoridades iraníes que apunte a que en los próximos meses haya algún tipo de mejora. Por el contrario, hoy por hoy no hay puentes de relación oficial entre los dos Estados que indiquen que pueda haber diálogo comercial entre los dos mercados.
Y aunque es pronto para sacar conclusiones, las primeras proyecciones para este año apuntan a que posiblemente no se superen los 500 o 600 millones de dólares, fruto del normal envío de granos hacia Irán que ya tienen contratadas las grandes multinacionales exportadoras de cereales que operan en el país.