Search

“La casa la alquilo yo, pero con el consentimiento de todas”

Kelly –que no es Kelly– llegó de República Dominicana hace 7 años. Le habían prometido trabajo, terminó poniendo el cuerpo. La historia de una víctima que dice que cuando dejó de serlo, fue blanco de un allanamiento y convertida en victimaria.

Kelly relata su historia con elegancia, simpatía y una naturalidad desesperante. Casi al paso, como quien ofrece un mate más, cuenta que a ella le “vendieron el sueño”. Su historia es la de una mujer endeudada, que en 2008 vino de República Dominicana a la Argentina. Le habían ofrecido trabajar en un bar, donde podría hacer unos 2 mil dólares mensuales casi sin despeinarse. Y si quería, también podía irse con clientes. Pero sólo si quería. Cuando llegó, los trabajos resultaron ser sin documento, teléfono ni dinero. Con la mejor de las suertes caía a un bar donde arreglaba 50-50 de la ganancia. Y sólo podía ofrecer una cosa: sexo.

Siete años más tarde y luego de un recorrido de meses por prostíbulos del país, Kelly es una trabajadora sexual que no se avergüenza de serlo. Y es también quien puso nombre y apellido para alquilar una casa junto a otras mujeres, para poder trabajar de forma cooperativa, sin depender de proxenetas ni cafishos ni madamas, dice. Kelly, que no se llama Kelly sino que elige preservar su identidad, está detenida en su casa, acusada de facilitamiento de la prostitución. Entre mates y bizcochos, se pregunta cómo puede ser que la Policía anti-trata la detenga ahora, y no la haya salvado del calvario con que el país le dio la bienvenida siete años atrás.

Dolor de madre

Kelly tiene rulos negros eléctricos, tez morena, 34 años y cuatro hijos. Tres viven en Rosario, con ella, en su casa en pleno barrio Ludueña. El más grande, de once, está en Dominicana con su papá. El nene sufre asma y todos los meses ella le manda 500 dólares para pagar su tratamiento. Dice que, de grande, el niño va a a estudiar en la Universidad. Acá, señala, donde la salud y la educación son gratuitas. También manda dólares a su propio padre, y paga las hipotecas de las casas de su familia. Cuando termine de saldarlas, piensa en ponerse un bar o dedicarse a la repostería. “Imaginate lo que siento cuando me dicen que yo no soy una trabajadora”, dice después de enumerar todo lo que tiene a su cargo.

“No me siento menos por lo que hago, al contrario, me siento orgullosa de mi trabajo. Simplemente oferto un producto, lo consumen, me dan plata. No profundizo mucho”, dice. A Kelly le molesta que no la reconozcan por lo que es. Y dice que se sintió objeto cuando estuvo presa, hace dos semanas: “Era un calabozo chico, lleno mierda en el piso. Estuve horas parada”.

En la mira

El pasado jueves 12 de marzo Kelly fue a laburar a la hora de siempre: era entre las 18.30 y las 19. Pero ese día, su lugar de trabajo, una casa alquilada a su nombre y subalquilada diariamente por mujeres que ejercen la prostitución, estaba copado por personal de seguridad. Cuando se presentó, los uniformados le dijeron que precisamente la estaban buscando a ella. “Me agarran del brazo y me llevan adentro de la casa. Ya era una criminal total”, rememora.

Kelly recuerda también  que el lugar estaba destruido y que a ella la llevaron a un cuarto para desnudarla. “Les dije que eran de trata, que por qué iban a desnudarme si se supone que están buscando menores. Ellos me respondieron que estaban buscando droga. Me trataron como una delincuente”, vuelve a quejarse. “Desde el primer momento vi que me estaban acusando, no sabía bien de qué. A mí me separaron de mis compañeras. Cuando llegamos a la Alcaidía me di cuenta que estaba detenida y pregunté por qué. «Por facilitación», me dijeron. «Y sí –les digo–. La casa la alquilo yo, obvio. Pero con consentimiento de todas»”.

Ahora Kelly repasa hechos, y sospechas. “No es un secreto que trabajamos ahí. Los de Trata vinieron a inventarse cosas, armar el circo, para justificar lo que hacen, lo que ganan; para decir que algo hicieron. Yo les dije por qué no buscan a los verdaderos proxenetas, a los que realmente tratan a las chicas. Cuando llegué a la Argentina fui víctima por casi cinco meses: me sacaron los pasaportes, la plata que tenía encima, todo”.

Cuestión de supervivencia

Kelly dice que vino a la Argentina por dos razones: no le pedían visa y le habían prometido un trabajo con el que podría terminar con sus deudas. En República Dominicana trabajaba vendiendo ropa, era docente en un jardín maternal  privado y también daba clases particulares en su casa. Pero había sacado créditos y con todo eso no le alcanzaba.

Le pidieron 1.000 dólares a cambio de un “trabajo seguro” en la Argentina, para desempeñarse como “alternadora”: sólo serviría tragos, y ella elegiría si tenía o no contactos de otro tipo con los clientes. Por entonces, la prostitución no era para ella una posibilidad. Pero cuando llegó al país, en 2008, las cosas fueron distintas. Le cobraron y la dejaron tirada. “La necesidad tiene cara de hereje. Y cada día estaba más endeudada. Me costó mucho, pero empecé. Recuerdo que me sentaba en la mesa, miraba al cliente y lloraba, lloraba, lloraba”, relata.

Trabajar y acostumbrarse a no llorar no sirvieron de mucho al bolsillo: en los “mejores” lugares a los que la llevaron se quedaban con el 50 por ciento de lo que hacía.

Trata y maltrato

“Todos los lugares a los que fui estaban en la ruta. Pude escaparme del primero. Estaba con otra chica y nos fuimos escondidas en un taxi. Yo era más flaquita, entré bien”, dice, con una gracia llamativa, recorriendo su cuerpo voluptuoso. “Luego estuve en otro, donde el cautiverio fue total: sin pasaporte, plata ni teléfono. Te hacen acostar a la hora que ellos quieren: pueden tener chicas trabajando desde las seis de la tarde hasta las siete, ocho de la mañana. Cuando nos dejaban salir al patio para lavar ropa o tomar aire soltaban unos perros gigantes. No había manera de salir”, dice. Y suspira. “Ahí ví chicas violadas mal”.

Las mujeres que llegan a estos espacios y pueden irse son las que van acompañadas de hombres que ofician de fiolos. Algunos lo son, otros fingen serlo, porque si llegan a caer solas las aíslan completamente. Kelly estuvo un mes ahí. Luego recorrió bares de la ruta, en los que hacia “tratos” por la mitad de la ganancia.

Cinco meses después de aterrizar en la Argentina, un hombre le dio una alternativa: le dijo que en Rosario había un lugar en el que se trabajaba “libre”, pagando sólo la habitación. El único impedimento era que había que estar en la calle, algo que ella nunca había hecho. “Me la jugué –dice–. Y acá estoy”.

Kelly hizo correr la voz: “Se paga por día y trabajás lo que querés, 400, 500 o mil pesos; en el horario que quieras. Y se fue haciendo una cadena de chicas”, dice.

Hará seis años y medio que Kelly llegó a las cooperativas de la zona de la Terminal de Ómnibus. Hará unos años menos, ella firmó el contrato de alquiler. “Yo no regenteo ni administro. Algo así me tendría todo el día dentro y yo tengo mi vida. Les cocino a mis hijos, los llevo a la escuela, estoy con ellos. Y, además, como todas, cumplo mi horario de trabajo”, concluye la mujer, presa en su casa hasta que todo se aclare.

Caminos

El trabajo cooperativo se distingue de otros por los lazos de solidaridad. Y la prostitución no es la excepción. Acaso más porque se trabaja al día, sin ningún tipo de asistencia social. La mamá y hermana de Kelly enfermaron en 2013 de cáncer de colon. La primera vivía en Dominicana, la segunda en Rosario. Kelly viajó, y luego regresó a cuidar de su hermana. Después, tuvo que hacerse cargo de ella misma: le diagnosticaron lo mismo. Todo ese año Kelly continuó siendo independiente porque sus compañeras se lo permitieron: cuidaron de la cooperativa, de sus hijos e incluso le llevaban cajas de mercadería a su casa. La prisión domiciliaria actual transcurre de la misma manera: con la ayuda de compañeras y su ex pareja. Kelly no piensa, sin embargo, en volver a su país: “Estoy muy contenta en esta ciudad. Estos sólo son los obstáculos que se presentan en el camino”.

Robo

Kelly cuenta que la casa cooperativa que usan se la alquiló a su dueña, y ella no tiene problema alguno con ninguna. “Siempre cumplimos con el pago, incluso si nos pide por semana, por mes, o cada quince días”. Los vecinos tampoco tienen inconvenientes. “Cuando comencé a trabajar de día era la única en la calle. Y un día le roban a una vecina. Fue un domingo. Ella se acerca y me pregunta si vi algo. Le dije que no, que ese día había llegado tarde a trabajar. Me cuenta que le robaron todo. Y también me dicen que ellos salen confiados porque estoy yo, que yo los conozco, que si veo algo raro voy a avisar”.

10