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La prueba Pisa y el debate sobre su representatividad

Cada tres años se realiza un examen en 65 países para evaluar el rendimiento de alumnos de 15 años en diversas asignaturas.

Las escuelas medias se preparan para una nueva edición de la prueba Pisa (Programa para la evaluación internacional de alumnos), que se realiza cada tres años en 65 países del mundo (que representan el 80 por ciento de la población mundial) y evalúa el rendimiento de adolescentes de 15 años en asignaturas como Matemáticas, Lengua y Ciencia.

Se trata de un proyecto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde) que tiene por objetivo evaluar la formación de los alumnos que será destinada a brindar información, para que los Estados miembro de la organización tengan material detallado para adoptar políticas públicas que permitan mejorar la calidad educativa.

La Argentina se sumó a este proyecto en 2000 (no participó de la edición 2002 cuyos resultados se conocieron en 2003) y a partir de ese momento tuvo performances disímiles. En la edición del último año se evaluaron 226 escuelas con un total de 5.900 alumnos, que ubicó al país en el 59º puesto (uno más que en la edición 2009) sobre un total de 65 naciones y séptimo entre los países de América latina, que aparecen a partir del 51º lugar

Los estudiantes secundarios argentinos tuvieron mejor desempeño en Ciencia, seguido por Comprensión Lectora (que disminuyó respecto a la cohorte anterior) y en un tercer lugar se ubicó Matemáticas, que mantuvo el rendimiento del 2012. Si bien los números marcan un estancamiento en el rendimiento educativo de los últimos años, esta muestra no permite inferir qué impacto tuvo, por ejemplo, la obligatoriedad del secundario y la cantidad de alumnos que se sumaron al nivel a partir de la Asignación Universal por Hijos.

Hay naciones con mejor nivel educativo que tienen un 10 por ciento menos de matrícula secundaria. En este sentido, la mejor calificación la obtuvo la ciudad china de Shanghai (consiguió 613 puntos sobre un promedio de 500). En este caso se evaluó sólo al 2 por ciento de la población total, en una ciudad donde vive la élite del país y hay restricciones, por ejemplo, para los hijos de inmigrantes que no tengan el permiso de residencia.

Uno de los debates que se presenta en el análisis de la prueba Pisa es la representatividad de la muestra. Los exámenes están dirigidos a una población de entre 4.500 a 10.000 alumnos por Estado que permiten obtener datos del país en general, sin tener en cuenta las particularidades regionales de cada uno. Si bien es cierto que los sistemas educativos son nacionales, no es menos relevante que las realidades provinciales (económicas, políticas, etcétera) pueden influir en el acceso y permanencia en el sistema educativo.

El secretario ejecutivo adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), Pablo Gentili, dice que “Pisa parece haber logrado una verdadera hazaña ideológica: imponer como evidente y necesaria la suposición de que los sistemas escolares de todos los países pueden ser evaluados mediante la aplicación de una misma prueba aplicada a un conjunto de estudiantes elegidos al azar. ¿Cómo ha sido posible convencer al mundo de que la aplicación de una prueba a medio millón de jóvenes de diversos países nos puede ofrecer un mapa, una radiografía, una imagen del estado de la educación en cada una de nuestras naciones en términos particulares y del planeta de modo general?”.

Otro tema crítico es que las capacidades de los estudiantes están medidas sólo en término de competencias o habilidades que puedan tener para resolver de manera práctica determinados ejercicios. Si bien los especialistas definieron que estas competencias son necesarias para que los jóvenes se enfrenten con la “vida real”, es muy difícil pensar que un habitante de China, Japón o la Argentina comparten la misma realidad social política o económica.

En este sentido, la calidad educativa queda definida sólo por el desarrollo de habilidades y destrezas, que no tienen en cuenta un enfoque sociocultural que permita situar la calidad en un contexto histórico y social, donde los conocimientos se adquieren en condiciones concretas de existencia. La versión de calidad de Pisa está más vinculada con una categoría empresarial de la educación que con un concepto dinámico ajustado a las necesidades de la comunidad.

Santos Guerra destaca los riesgos que enfrentan los sectores más desprotegidos de la sociedad frente a la lógica que plantea el concepto de calidad vinculado con lo empresarial: “Poner objetivos cuantificables, evaluar su consecución mediante pruebas estandarizadas, hacer clasificaciones elementales, realizar procesos atributivos interesados, distribuir los recursos mediante criterios coherentes con los resultados… He aquí una forma de hacer triunfar una rigurosa racionalidad”. Con otra rigurosidad, Paulo Freire destaca: “La calidad total, el control de calidad, los círculos de calidad: expresiones que dan vuelta en la órbita de la sociedad neoliberal y que se convierten en trampas mortales para los desheredados de la tierra”.

Otra cuestión en juego es la de suponer que los resultados de las evaluaciones pueden generar por sí mismas políticas que modifiquen la realidad de los estudiantes, sin tener en cuenta que las crisis educativas responden a cuestiones que van más allá de cambios de planes de estudios. En este sentido, Gentili destaca que “la educación no puede cambiar el mundo si en el mundo no cambian otras cosas: entre ellas, el modelo de producción y acumulación de la riqueza, las condiciones de acceso al mercado laboral, las formas de exclusión ligadas al género, la etnia o el origen social”.

Frente a esta realidad, la respuesta de los especialistas es siempre circular: la culpa es de la escuela y su entorno. En este sentido, aparecen las recetas que apuntan a la necesidad de transformar los profesorados en centros de excelencia educativa, ampliación de las jornadas extendidas, necesidad de mejorar las capacidades de los alumnos, etcétera.

En esta línea de análisis, Elena Duro, especialista de Unicef, señala que “la política educativa debe centrarse en los alumnos, y en las capacidades que los chicos tienen que desarrollar en la escuela: esto incluye habilidades intrapersonales (responsabilidad, iniciativa, ética), habilidades interpersonales (trabajo en equipo, liderazgo) y habilidades cognitivas”.

Es necesario readecuar las políticas educativas poniendo el eje de análisis en el contexto sociohistórico en el que se insertan las escuelas. “La educación debe tener presente esta situación de mundo inacabado –dice Freire–, y de ahí entender que la propia educación es inacabada porque corresponde a la condición de ser histórico del ser humano, un ser vivo en constante proceso de autocreación, autopoiesis. Esta característica de los seres humanos permite enfrentar los procesos educativos como procesos en los que los alumnos deben apropiarse de su propia realidad histórica y transformarla en un desafío permanente de superarse constantemente a sí mismos en compañía solidaria de los otros en dominios de praxis colectiva”.

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