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Armenia y la banalidad de la indiferencia

Por: Rubén Alejandro Fraga

En Ereván, capital armenia, se honrará a las víctimas en el monumento a los caídos.
En Ereván, capital armenia, se honrará a las víctimas en el monumento a los caídos.

Mientras la Primera Guerra Mundial extendía su horror sobre la faz de la Tierra, el 24 de abril de 1915, el ministerio turco del Interior ordenó el arresto de todos los dirigentes políticos, sociales y religiosos armenios sospechosos de ser opositores al gobierno revolucionario de los Jóvenes Turcos –el Ittihad– que habían derrocado unos años antes al sultán otomano Abdul al Hamid II. Más allá de olvidos e indiferencia, aquella fecha quedaría marcada a fuego como el inicio del primer genocidio del siglo XX, en el cual los súbditos armenios del Imperio Otomano fueron víctimas de una matanza sistemática sin parangón hasta el exterminio nazi de judíos y que dejó un saldo de más de 1.500.000 muertos.

Aquel 24 de abril, unos 600 armenios “notables” fueron arrestados en Estambul y llevados a las provincias de Ayash y Chankiri, donde casi todos fueron asesinados.

La mayoría de ellos no era nacionalista, ni participaba en política. Ninguno fue acusado de sabotaje, espionaje ni algún otro delito, y tampoco tuvo la posibilidad de un juicio justo. “Con el pretexto de buscar armas, reunir soldados para la guerra, o averiguar el paradero de desertores, se había impuesto como rutina saquear, asaltar y asesinar sistemáticamente a los armenios”, reconoció el sociólogo, historiador y escritor turco Taner Akcam en su libro La identidad turca y la cuestión armenia.

Las cifras hablan por sí solas. Hacia 1890 más de 2.500.000 armenios vivían en el Imperio Otomano. Al finalizar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), los armenios en Turquía apenas superaban los 100.000.

El primer Estado cristiano.

Armenia –cuyo nombre apareció por primera vez en la inscripción de Behistún, mandada esculpir en 512 aC por Darío I el Grande, rey de Persia– fue uno de los primeros lugares en los que se desarrolló la civilización humana y en 301 dC se convirtió en el primer Estado cristiano del mundo. Sin embargo, durante la mayor parte de su historia, esa región de Asia occidental fue regida u ocupada por potencias extranjeras, que trataron a su población en forma extremadamente violenta. Entre ellas, se destacaron los asirios, persas, romanos, mongoles, turcos y rusos.

Por ello, los armenios, que habían sufrido la violencia turca a fines del siglo XIX cuando el sultán otomano Abdul al Hamid II sospechó que una conspiración rusa estaba tras los movimientos separatistas, se alegraron de que un grupo de oficiales, conocidos como los Jóvenes Turcos, tomaran el poder en 1908 prometiendo igualdad y libertad para todos. Los armenios en general dieron la bienvenida al nuevo régimen, al que veían como una alternativa progresista frente al despotismo otomano.

Sin embargo, el movimiento de los Jóvenes Turcos, con su partido político, el Comité de Unión y Progreso (CUP), fue rápidamente copado por un pequeño grupo de fanáticos nacionalistas, encabezados por el triunvirato formado por tres pachás: Mehmet Talat, Ismail Enver y Ahmed Cemal, quienes rompieron las promesas revolucionarias y obligaron a los grupos étnicos no turcos a asimilarse. Los armenios cristianos fueron el blanco predilecto de la represión de los gobernantes musulmanes.

La Primera Guerra Mundial, que llevó a los turcos-otomanos a aliarse con Alemania y Austria-Hungría contra Inglaterra, Francia y Rusia, dio a los musulmanes la oportunidad que estaban buscando para implementar su jihad (guerra santa) contra los armenios: la represión se transformó en genocidio. Los armenios que estaban fuera del país simpatizaban con Rusia. Entonces, el trío turco gobernante empezó a tramar el exterminio de quienes veían como una “quinta columna” traidora.

Uno de los ideólogos del movimiento, el doctor Nazim Feehti, dijo en una sesión del comité central del CUP en febrero de 1915: “Si esta purga no es general y final, acarreará problemas. Por consiguiente, es absolutamente necesario eliminar a la población armenia de manera integral, para que no exista ningún armenio en esta tierra y el concepto de armenio sea extinguido. Estamos en guerra, no tendremos nunca una oportunidad más conveniente que ésta. ¿Que sólo deben ser castigados los culpables?… Les ruego señores que no sean tan débiles y compasivos”.

Con todo, la matanza comenzó discretamente. Los armenios que estaban en el ejército fueron desarmados y se les asignaron tareas de fajina. Se les negó comida, abrigo y reposo: trabajaban hasta morir o incluso los mataban directamente.

Los intelectuales y los sospechosos de subversión eran torturados antes de ser ejecutados. A las mujeres, niños y ancianos se los obligaba a vagar cientos de kilómetros a través de montañas, pantanos y desiertos hacia los campos de concentración de Siria y Mesopotamia. Violados y asaltados por sus escoltas militares y por civiles a lo largo del camino, morían de hambre, sed y frío. Varios enclaves armenios ofrecieron una resistencia heroica pero inútil. Al final se calcula que murieron más de un millón y medio de una población de dos millones y medio de armenios. No obstante, Turquía jamás admitió la fenomenal matanza.

Una masacre olvidada.

En El libro de la risa y el olvido (1981) –unas memorias que provocaron la revocación de su ciudadanía checa–, el escritor Milan Kundera escribió que “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Al respecto, en su análisis del genocidio armenio, La banalidad de la indiferencia, el profesor Yair Auron subrayó la importancia de esa lucha: “El reconocimiento del genocidio armenio por parte de toda la comunidad internacional, incluyendo Turquía –o quizás, primero y sobre todo, Turquía–, es una exigencia de primer orden. Comprender y recordar el pasado trágico es una condición esencial, aunque no suficiente, para evitar la repetición de tales actos en el futuro”.

Algo de lo que también tomó nota Atom Egoyan, el cineasta canadiense hijo de refugiados armenios. En su filme Ararat –coproducción francocanadiense de 2002, protagonizada por David Alpay, Arsinee Khanjian, Christopher Plummer, y Charles Aznavour–, Egoyan rescata del olvido cruel el genocidio armenio a través de un laberinto de historias e imágenes intrincadas.

Y, en dicha cinta, la idea de Kundera está sintetizada magistralmente en un diálogo que mantiene el joven Raffi –el personaje principal, protagonizado por Alpay– con un actor turco. Consciente de que los recuerdos son el pasado, determinan el presente y ayudan a construir el futuro, Raffi le pregunta a su interlocutor: “¿Sabes qué dijo Adolf Hitler a sus seguidores, mientras proyectaba la matanza de millones de judíos, ante la pregunta de cómo reaccionaría el mundo? «No se preocupen por los genocidios, ¿acaso alguien se acuerda de los armenios que murieron en 1915?»”.

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