LITERATURA
El Caos. J. Rodolfo Wilcock
Edición al cuidado de Ernesto Montequin
La Bestia Equilátera / 2015. 256 páginas
De la lectura de El Caos, libro de relatos de J. Rodolfo Wilcock publicado por primera vez en 1974 por la editorial Sudamericana (reeditado en 1999 por la misma editorial) y ahora en 2015 en una admirable edición de La Bestia Equilátera, se desprende un alto y oscuro humor corrosivo, tal vez su espectral marca de fábrica que supo sostener en cada uno de sus artificios literarios.
El Caos es también su último libro publicado en Argentina y su primer libro de relatos, algunos de los cuales luego aparecerían en revistas durante su estadía final en Italia.
Al agudo cuidado de Ernesto Montequin, quien incluyó una serie de notas detalladas a los relatos y agregó traducidos por él mismo dos inéditos, “Recuerdos de juventud” y “La nube de Ross”, y el fragmento de novela “Año nuevo” y “El Examen” (ya aparecidos en la reedición de 1999), esta edición de El Caos es ideal para entrar en el dominio de una visión apocalíptica y melancólica a la vez, puesta a punto por Wilcock en la línea de una filosofía fantástica, en la que preserva un lazo misterioso entre la futilidad de la existencia y un orden en el que prevalecen el grotesco y hasta lo esperpéntico. Hay también una gracia arbitraria en estos relatos donde abunda un bestiario sujeto al choque entre una realidad siempre imprecisa, pero fija a los modos de producción económica y social, es decir, mundos surreales donde la atmósfera moral va modificándose frente al dinamismo del miedo, provocado por los efectos brutales de la noción de vivir transitoriamente.
Wilcock es un verdadero iconoclasta, uno de los más agudos de la literatura argentina; su mordaz maestría queda expresada en el relato “El Caos”, que da título a este volumen de cuentos, un universo expresado en la maldad y la miseria humana que no hace sino explicar las correas de transmisión en las relaciones que constituyen fragmentos siempre a punto de demostrarse inútiles y de desaparecer. La crueldad es un rasgo esencialmente humano para Wilcock, como queda demostrado en varios de los cuentos de El Caos, en la forma en que los sentidos se subordinan al cuerpo y causan un efecto de transmutación mental aceptada por los personajes que pueblan escenas y tramas. Cuando los escribe, Wilcock fabrica esos extremos y monta un universo cambiante y casi mecánicamente determinado; las horas sombrías de las tardes de invierno, la tensión de un deambular nocturno y misterioso, un naufragio anticipado y humillante, la parodia sobre la aflicción causada por la irremediable contradicción entre carne y pensamiento obran en estos relatos como el espejo verdoso de la verdadera conmoción del mundo, un mundo efectista y recostado en la corrupción de la inocencia original –Pier Paolo Pasolini e Italo Calvino se mostraron seducidos por estos aspectos de la obra de Wilcock–, y donde los sentimientos oscuros e inexpresables, pero convenientemente elegantes, son la sustancia de su escenografía narrativa.
El Caos se muestra como reservorio y refugio de la estética de Wilcock, de su estilo, de su inclinación al mundo propio, al terreno hegemonizado por una peregrinación en busca de la sorpresa, la interrogación, la profanación, la incomodidad, por lo irrazonable del destino humano –en sintonía, por qué no, con la narrativa de su amiga favorita Silvina Ocampo–.
La verdadera urdimbre de estas piezas literarias se encuentra en el desplazamiento hacia el golpe y porrazo que determina un azar fríamente calculado, encarnado en el estupor y la humillación que clausura toda verdad y certeza: “Y en ese momento, delante del mar del mercurio que la luna y la espuma adornaban con superior distracción, vigilado por un águila, suspendido entre el cielo y los escollos en una gruta, me pareció entrever una especie de verdad, un pliegue por así decir de la túnica transparente de la verdad que hasta entonces me había eludido. Y esa verdad era el absoluto imperio del caos, la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia”, escribe en el terrible y maravilloso “Vulcano”, argumentos intrínsecos también de “La fiesta de los enanos”, “La noche de Aix”, “Escriba”, o “El templo de la verdad”, por citar algunos de los dieciocho cuentos que componen esta opacidad del mundo que significa El Caos y que no es sino un atisbo inconfundible de una obra profundamente técnica y personal surgida en una época de la escena literaria argentina hegemonizada por Borges, Bioy Casares y Victoria Ocampo, a quienes Wilcock frecuentaba hacia mediados de los 40 y los primeros 50, pero en un clima enrarecido y hasta de rechazo provocado por su carácter arisco y a veces hostil. Y, en este sentido, esas señas de su identidad están en consonancia con la extrañeza irresistible de su literatura, donde su pensamiento, hecho relámpago en la escritura, suprime cualquier equilibrio entre las relaciones humanas, y de éstas con el mundo en el que se consuman, y las hunde en la arbitrariedad de su naturaleza incurable. Todo a través de un ejercicio estimulante anclado en una mitología contemporánea compuesta con la maestría inequívoca de un gesto radicalmente trascendente.
Una carrera inadvertida
J. Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza trabajando en la construcción del ferrocarril trasandino –vivencia que recrea fantásticamente en el sobrecogedor relato “Los Donguis” de este libro–, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, donde permaneció hasta su muerte, veintiún años después. Este lapso le permitió escribir una obra narrativa admirable, que se agrega a una carrera poética y brillante pero inadvertida en la Argentina. Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. De su obra narrativa se destacan El estereoscopio de los solitarios, El Ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas, Hechos inquietantes y Los dos indios alegres.