Adaptado de la novela homónima del joven escritor Leonardo Oyola, Kryptonita, el nuevo film de Nicanor Loreti (Diablo, 2011; Socios por accidente 1 y 2 junto a Fabián Forte, 2014 y 2015 respectivamente) supo recrear con eficacia el clima fantástico que es esencia de la propuesta original y apoyado equitativamente en el humor y en la exultante puesta en escena puso en evidencia cierta buena salud con la que cuenta el cine nacional para dar cuenta del género, algo de lo que festivales como el Buenos Aires Rojo Sangre ya habían evidenciado con su variopinta oferta. Además, y no es un dato menor, Loreti armó un casting con figuras popularmente conocidas, principalmente de la televisión, con las que construyó una suerte de Armada Brancaleone para uno y otro bando enfrentado. Que de eso se trata Kryptonita, de la dura batalla que dará la banda del Nafta Súper, que ostenta ciertos poderes extraordinarios, contra los policías bonaerenses corruptos que pretenden exterminarla, todo prácticamente en una sola locación –y en esto alude en más de un rasgo a Asalto al precinto 13 (1976), la formidable segunda película de John Carpenter–, una sala de guardia del Hospital Paroissien donde un médico cumple la agotadora y límite misión de salvar vidas en un conurbano presa de las violencias más actuales y cuyas víctimas son exhaladas por el gatillo fácil o los linchamientos.
Allí, el exhausto médico, en medio del bajón en que se encuentra luego de no haber podido salvar a un joven molido a golpes luego de que descubrieran que quiso robar con una pistola de juguete, recibe al grupo de “superhéroes” que, conforme a la visión de Kryptonita, la novela y la película –en este caso en una versión con algo del aura cómic de la saga Hellboy, de Guillermo Del Toro, por dar una similitud posible entre otras del variado universo de adaptaciones de historietas–, están del otro lado de la ley, esta última aquí representada por un cuerpo de elite banalizada en la concreción del mal, es decir, brazo armado de un Estado que asesina y no juzga. Los miembros de la banda de Nafta Súper conforman una hermandad fundida por lazos sentimentales que nada tiene que ver con los de los héroes a la Marvel, sino con los códigos de los sectores marginados y excluidos, con el barrio pobre o la villa y son verdaderamente irrompibles porque son los que justifican su sola existencia. Como no podía ser de otro modo, el lenguaje de estos muchachos es el utilizado en esas zonas, con todo el color y los modos que los hace sugestivos en su elocuencia, lo que hace más bizarro el correlato con las posturas éticas de los superhéroes que representan: el herido con un vidrio “verde”, como la sustancia del título, Nafta Súper (Superman); el eficiente y rápido El Ráfaga (Flash); el fanfa y sentimental El Faisán (Linterna Verde); el oficioso y siempre sensato Federico (Batman) y quien aporta el toque femenino, Ladi Di, que, como no podía ser de otra manera, es un travesti orgulloso de su identidad (la Mujer Maravilla), resueltos acabadamente en sus actitudes, en su moral y en sus vestimentas, todo entre ese aire enrarecido de flashbacks más deudores de Sin City (2005), de Robert Rodríguez, o de cierto tono gore (aunque aquí más suavizado) del primer Sam Raimi.
Del otro lado, una vez que comienza el absurdo concierto en el que la violencia traza su fenomenal desquicio, reina un negociador pasado de rosca y traicionero envuelto en la singular transparencia de El Guasón, aquel para quien el mal hace posible la existencia, interpretado, con exultantes guiños de cosecha propia, por Diego Capusotto (a quien engañosamente desde los afiches del film se promociona con más protagonismo que el que en verdad tiene).
Claro que en esta fatal confrontación, los “superhéroes” no intentarán salvar el mundo occidental de ninguna fuerza oriental que amenace las buenas costumbres (léase comunista o las fases que pueda haber adoptado en el mundo contemporáneo), ni de ninguna legión extraterrestre que pretenda someter a ese mismo mundo, sino a la más terrenal y entrañable de salvar al jefe, al Nafta Súper, el héroe conciliador y sabio capaz de dar su vida por proteger a su gente, solidaridad de clase como se la conoce, ajena a los estratos sociales más recalcitrantes que abominan de ella.
Planos cercanos y oclusivos, enérgicos y medidos travellings, un grano plásticamente vigoroso para la imagen, a lo que debe sumarse el vértigo de los diálogos y ciertas acciones, dan a Kryptonita un caldo de cultivo donde se cocina esa tormenta de pasiones para disputar territorios que en las producciones de las factorías norteamericanas no tuvo ni tendrá otra denominación que la del “Bien contra el Mal”. De este modo entonces hay que ver Kryptonita, como la inversión de los estereotipos con el pulso latiendo del lado de los oprimidos –aunque aquí se trate de delincuentes– en una confrontación épica para evitar caer en las fauces del terror que suelen ejercer ciertos poderes punitivos amparados por ciertos Estados. No hay más profundidad en esas líneas discursivas ni perfiles trazados más a fondo, sino una disposición estética a cumplir con honra las prerrogativas del género.