¿Sigue siendo la entrega de los premios Oscar el gran espectáculo lleno de glamour y de otorgamiento de “merecidos” reconocimientos a los mejores títulos fílmicos del año anterior?
Al parecer, luego de una mirada a la ceremonia del domingo por la noche, las pretensiones de la industria norteamericana, de la factoría hollywoodense, siguen intactas, obedientes al sistema político oficial de su país –es conocida la afición empresarial de los grandes estudios por construir relatos basados en operaciones militares en países extranjeros o en aquellos documentos que la Nasa, la CIA o el Pentágono desclasifican para convertirlos en películas o videojuegos– permitiendo que las ya tan gastadas “incorreciones políticas” sean parte del juego del espectáculo y que tan pronto producen ciertas urticarias, pueden luego ser fagocitadas plantándoles cara, es decir, envasando ese mismo espectáculo en una radical defensa de aquello que aparecía como la piedra en el zapato, y que esta vez no fue otra que la polémica levantada por la ausencia de nominaciones a artistas afroamericanos para la premiación.
La inclusión del comediante Chris Rock como presentador calmó la tempestad azuzada por realizadores como Spike Lee, que había llamado a boicotear la entrega y se entusiasmó con la posibilidad de movilizar gente de su raza al Teatro Dolby de Los Ángeles. “Esta es la 88a entrega de los Oscar. No debe haber habido nominados negros unas 79 veces y nunca hubo protestas, pero porque había cosas serias por las cuales teníamos que protestar. Estábamos preocupados porque nos fueran a violar y matar”, dijo sonriendo Chris Rock, luego de haberle restado sentido al boicot contra los Oscar.
De este modo, con la inclusión de Rock y su batería de gags alusivos y un video con reconocidos artistas afroamericanos prestándose a tareas degradadas en escenas de films premiados, Hollywood se adelantó a cualquier rispidez que empañara la entrega, luego de un 2015 en el que las víctimas afroamericanas a manos de la violencia policial se sumaban sin interrupción generando un escalofrío similar a la producida en la década del 60. Por supuesto que la gran mayoría de los cineastas, productores, actores y actrices, y demás artesanos de los films nominados, que constituyen el “público” de la ceremonia, festejaron ese gesto y hasta, como votantes demócratas que reconoce ser la mayoría, aplaudieron la presencia del vicepresidente Joe Biden, quien puso la cuota directamente política al asunto cuando abogó por cambiar la cultura imperante en Estados Unidos y no permitir que sucedan hechos como el abuso sexual. Esto, claro, dicho por un miembro de un gobierno que masacra inocentes en Medio Oriente y no enjuicia a sus soldados acusados de abusos sexuales y otras calamidades.
Al recoger el Oscar al mejor guión adaptado por La gran apuesta, Adam McKay dijo tal vez la frase que escapó a cualquier control de las “incorreciones” permitidas para esa noche. En una clara intención de voto, McKay deslizó que si la gente no quería que el gran capital controlara el gobierno, no votara en las próximas elecciones por candidatos que piden dinero a grandes bancos, empresas petroleras o billonarios, aludiendo a los candidatos republicanos, quienes representan en muchos casos esos intereses.
Los ganadores, la misma tónica
En primera plana fue la mejor película pero aunque el relato puede seguirse con algo de entusiasmo, su mérito principal reside en la temática que aborda, que no es otra que la investigación periodística sobre una gran cantidad de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes en la católica Boston durante las décadas del sesenta y setenta. Si bien es cierto que la investigación sirvió para destapar los mismos delitos que la Iglesia católica ocultaba en buena parte del mundo, formalmente En primera plana dista mucho de ser una gran película, incluso tiene un tratamiento adocenado que resta atractivo a un tema tan “picante”.
Como siempre, sólo se trata de premiar “temas”, mientras que los componentes esenciales que hacen a un film virtuoso y le otorgan calidad, son desechados en aras de mostrar el costado “crítico hacia la realidad y su consecuente denuncia”, del que tanto se afana la Academia.
Alejandro González Iñárritu como mejor director, quien hizo alusión a olvidar el color de la piel como una barrera que separa a los seres humanos; Leonardo DiCaprio como mejor actor abogando por el cuidado del medio ambiente, luego de recibir en la última cumbre de Davos un galardón por ocuparse de ese tema de mano de los mandatarios de países ricos que no hacen otra cosa que contaminar la Tierra, y los ganadores a mejores actores de reparto Brie Larson por La habitación, que toma el tema del abuso, y Mark Rylance por Puente de espías en el rol de un espía ruso que reniega de su oficio, son patentes demostraciones de que Hollywood es hoy, más que nunca, el aliado fiel de una política diseñada para poner en el tapete aquello de que el provocador de buena parte de los males del mundo, y aun de su propio interior, puede permitirse aparecer como el que “devela” esos males mediante los más variados artificios, entre los que se encuentra su cine. La entrega, entonces sigue siendo un gran espectáculo.