“Las mujeres lloramos sin saber, porque sí. Es esto de los llantos pasaje baladí”. Apenas una línea de “Capricho”, el bello poema de Alfonsina Storni, pareciera resumir un comienzo imprescindible para edificar un imaginario; ante todo, para acercar las coordenadas que ese imaginario requiere para que, finalmente, se impregne de imágenes en el espectador. Así, dejando de lado prejuicios y preconceptos, se pone en primer plano el lado más humano de un personaje que, en medio del dolor inevitable del desencanto amoroso, el dolor de la pérdida, busca un eco en el público, en el aplauso tardío, en el reconocimiento; la complicidad y el afecto demorados entre alguna que otra “torpeza” con el playback de turno, y en medio de algunos trastos de un camarín con un perchero en el que cuelga un vestuario que “otras” prefirieron dejar de lado y hoy tienen el “cuerpo construido” como inexorable destino.
Amor puto, montaje que une a los talentosos Cristhian Ledesma y Alejandra Codina, actor y directora respectivamente, ambos también a cargo de la construcción del texto dramático, muestra los entretelones de una actriz que desde su femineidad revelada juega por los rincones de lo ambiguo, en un devenir de instancias agridulces, por momentos más melodramáticas, en otros levemente trágicas con ecos de un personaje que bien podría haber imaginado Manuel Puig, dejando de lado lo kitsch (siempre e inevitablemente asociado a Almodóvar) y apostando a un realismo más clásico.
En ciernes, el material, surgido de instancias previas provistas por el actor (números o pasajes propios del lenguaje transformista) a las que ambos (actor y directora) sumaron luego una prehistoria con atractivos y oportunos condimentos, tiene a su favor la singular presencia escénica de Ledesma, que aparece como un creador capaz de sostener la tensión dramática ineludible como para que un unipersonal no se amesete o se estanque, al tiempo que Codina se muestra como una directora dúctil y con gran capacidad de síntesis, segura de poner hilar, como lo haría una dramaturgista, los distintos materiales que aparecen en el texto de escena, sin que su origen o procedencia los vuelvan distractivos, dejando en primer plano la consistencia de un relato con valor en sí mismo.
Actriz trans que juega a ser otras (algunas conocidas) y que se oculta en el camarín como ese espacio que mitifica las fantasías, éxitos y frustraciones de todo artista que se mira al espejo, el material, que por momentos coquetea con romper la cuarta pared pero que mantiene intacta su estructura inicial, se universaliza en su edificante consistencia y espesura dramática, por suerte no exenta de humor, porque, de hecho, el personaje, con elocuencia pero también con sutileza, desanda una camino y encuentra los recodos para relatar (también recrear) aquello que lo mortifica frente a un amor diluido y agitado pero aún sangrante, recorrido que sirve para avivar algunos otros atajos que, a modo de guiños, completan y cumplen con su objetivo de sostener el cuento.
Más allá de cierto desenlace edulcorado que no logra sin embargo mellar la densidad que antecede, y lejos de cualquier posibilidad de volverse panfletario a la hora de visibilizar problemáticas de género, el montaje es uno de los grandes hallazgos de la presente temporada teatral.
Pero hay más: Amor puto es un espectáculo plagado de guiños, de pequeños detalles puestos allí para edificar ese mundo de contradicciones tan propio de todo aquello que involucre a los sentimientos humanos, más allá de los rótulos o de los géneros. Uno, el más bello quizás, el homenaje al portento que significa Ney Matogrosso y su inconfundible versión, bella, trágica, glamorosa, recargada y despojada, al mismo tiempo, de “Tico-Tico no Fubá”. Allí, en ese instante, las caderas de una garota en otro cuerpo insinuando sambar, la mueca inocente y el talento en primer plano son el preludio de un melodrama donde se revelan los primeros fragmentos de un fracaso amoroso, contado en primera persona.