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El lugar del arte entre los hombres

En “Francofonia” Alexandr Sokurov muestra a los nazis protegiendo las obras del Louvre mientras cavila sobre la relación entre Arte e Historia.

cine2En la misma línea que buena parte de sus films, es decir, con los atributos más eficaces del film ensayo, Alexandr Sokurov vuelve a poner a prueba sus cavilaciones sobre la Historia, el Arte, el Ser, la necedad en las acciones de los hombres que tornan al mundo, según las alternancias políticas, en un lugar bello y sensible o en un lugar peligroso, haciendo foco en su gesto más glorioso: la creación artística en su modalidad plástica, fundamentalmente.

En sintonía con el El arca rusa, su film sobre el museo ruso Hermitage, por lo menos en el carácter que adquiere su intención de relacionar hechos artísticos en lo que tienen de representación con los hechos históricos que los contienen, durante su factura y después al convertirse en testimonios o en rehenes –cuando las ciudades donde se encuentran son ocupadas por fuerzas extranjeras–, Francofonia redescubre el parisino museo del Louvre a partir de la llegada de los nazis a Francia, en 1940, haciendo eje en la preocupación de los alemanes por la conservación de las piezas allí exhibidas.

Francofonia es un film conformado por diversos soportes, lo que permite un vaivén permanente e intercalado de pasado y presente, que da cuenta de que los alcances de esa materia trabajada por Sokurov está en correlación con la amenaza de destrucción merced a las políticas de apropiación de los gobiernos más poderosos. Material documental de archivo sobre la Francia ocupada –con imágenes de Hitler y comitiva recorriendo una París desierta– y dividida bajo el gobierno de Vichy; de Stalingrado bajo sitio alemán; de los personajes protagónicos: el conde Franz Wolff-Metternich, un militar alemán aristocrático que llevará adelante la tarea de preservar las obras del Louvre, y el director del museo en ese entonces, Jacques Jaujard, desconfiado y reticente aun en la ausencia de alternativas para no colaborar con los mandatos nazis; el soporte de ficción, representado por el encuentro de estos dos personajes –que también están en fotos fijas de archivo– se ve en una suerte de reproducción “antigua”, ya que aparece una línea disruptiva de sonido monofónico al costado de la imagen, y la aparición de dos de los más conspicuos emblemas franceses: la evanescente Marianne, con su eterno gorro frigio y repitiendo las consignas de la Revolución francesa y Napoleón, argumentando con su “soy yo” la grandeza de la República, y las más modernas y pixeladas imágenes digitales describiendo un viaje de un enorme carguero cuyos containers con obras de arte en su interior corre el riesgo de naufragar navegando en un mar de aguas tempestuosas, y su capitán hablando por skype con Sokurov en su oficina de trabajo, quien le señala que no debió salir con esa carga a mar abierto.

Este armado de texturas presta a Francofonia una dinámica adecuada para las reflexiones del realizador a través de su voz en off, apuntaladas aquí y allá por los diferentes soportes; reflexiones de corte eminentemente político, como lo es todo el cine de Sokurov –aunque sin el off, al modo en que lo fue el de Tarkovski–, esta vez sobre las ambiciones imperialistas de los países europeos y, por qué no, sobre la forma en que los hombres se relacionan con las obras de arte, con aquello que deciden que representa la historia de la humanidad –varios pasajes del film se detienen sobre el arte asirio exhibido en el Louvre, sobre sus monumentales figuras–, como queda plasmado en el recorrido por óleos de distintas épocas, en un ejercicio de cajas chinas donde algunas pinturas aluden a estancias del mismo museo, o en la presciencia medular en los ojos del óleo de la Mona Lisa. Al mismo tiempo denota el surgimiento del espacio museo, con imágenes sobre planos en los que se puede ver cómo fue construido sobre un campo pelado; y de la necesidad de preservación por temor a que de la cultura europea no queden vestigios si desaparece su acervo artístico. Los nazis hicieron esa apreciación pero no fue exclusiva de ellos y luego se vería cómo fue usada para beneficio personal una vez terminada la Segunda Guerra.

A partir de la intervención del conde nazi en el Louvre y su relación con el funcionario que lo dirige, Sokurov establece un eje desde donde bifurcar sus pensamientos, seductoramente dosificados en esa errancia onírica e inquietante, donde el espectador debe atender los párrafos al compás de una cadencia por momentos deslumbrante. Es que ese parece ser el objetivo último de Sokurov, la de alumbrar interrogando el entramado confabulado por la Historia, pleno de épicas o de miserias surgidas de las virtudes o insensatez de individualidades y colectivos. Y que no es sino también el de toda su obra.

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