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El buen oficio también se hereda

Luis y Leonardo son padre e hijo y a la vez colegas en la tapicería familiar para recuperar sillas, sillones, asientos y más. Ambos coinciden también en que el suyo es un trabajo artesanal y para dedicarse no queda otra que esforzarse, y mucho.

En el marco del Dia del Padre, El Ciudadano entrevistó a dos generaciones de tapiceros: Luis y Leonardo Oliva, padre e hijo. Luis hace más de 30 años que se dedica a la tapicería y mucho después de jugar con él, supo forjarle el oficio a Leonardo, su hijo. La tapicería “Los Oliva” está en pleno corazón de barrio Luis Agote. “Empecé solo porque no tenía trabajo y me la jugué en el rubro. En principio puse mi primer local en Suipacha al 1400. Allí estuve durante dos años. Después me trasladé a San Nicolás al 400. Para mí este es el mejor barrio, porque es donde nací. Esta casa era de mis abuelos, y acá viví con mis padres y mi hermano”, contó Luis con un dejo de nostalgia mientras escuchaba la canción La Balsa, de la banda Los Gatos, interpretada por Litto Nebbia.

El tapicero del barrio describió que afortunadamente no le costó hacerse de “su clientela” ya que tuvo la suerte de que no había ningún otro “competidor” cerca.

En la tapicería Los Oliva los trabajos varían pero Luis afirma que hacen de todo: desde sillas, autos, almohadones, reposeras y sillones, entre otras restauraciones.

“Hace poco vino un cliente a pedir que le retapicemos su juego de living, que eran tres sillones, dos chicos y uno grande. Cuando vino a retirar su pedido nos advirtió que el original no era de color rojo sino negro. Se los llevó igual y le hicimos una rebaja en el presupuesto”, confesó Leonardo, “Peca”, para los amigos.

Una de las primeras cosas que se aprende en el taller es a cebar mate, ya que es un compañero indispensable en el trabajo. Luego se aprende a desarmar y observar cada detalle, así se van adquiriendo de a poco las técnicas para tapizar.

“Hay trabajos más costosos que otros. Algunos que parecen que te van a llevar poco tiempo, te terminan llevando varios días. Eso es lo más ingrato del oficio. Uno le pasa un presupuesto al cliente y no le podés cobrar más por el tiempo extra que te llevó. Pasa continuamente”, explicó Luis mientras remallaba una funda.

“Otro de los requisitos esenciales para ser un buen tapicero es la prolijidad”, continúa. “No se tienen que ver las costuras –explica–. Son trucos que se aprenden mirando”.

Con respecto a la relación de padre e hijo también en el trabajo, Luis saca a relucir su orgullo: “Mi hijo es un artista. Pero a veces hay choques generacionales y eso es inevitable”.

“Una vez una clienta me dejó unas sillas de estilo. Me las recomendó muchísimo. Pasaron seis años y me las compró el dueño de un anticuario. A la semana que las vendí, apareció la clienta, que sin previo aviso se había ido a vivir a Alemania. Dentro de todo fue comprensiva, otro cliente arma un despelote bárbaro. Me dijo que el error fue de ella, de no avisar que se fue a vivir a otro país. Otros dejan las cosas, pasan los años y encima «amenazan» con que no se las venda”.

Los clientes llegan a la tapiceria por recomendación de boca en boca y, sobre todo, porque ya son clientes vitalicios. Otra de las cosas que le gustan de su trabajo es el trato con la gente, el contacto.

Incluso, Luis se atrevió a revelar una intimidad: una clienta que llevó a retapizar unas sillas le ofreció pagarle en “especias”. No hubo acuerdo, aseguró.

Para Luis, la tapiceria es su creación, por lo tanto, la razon de su existencia. Y esa dedicacion supo trasladarla a su hijo Leo, quien asumió el compromiso de fortalecer y continuar el camino de su padre.

Los dos tienen palabras de amor y pasion al hablar de lo que hacen. Coinciden tambien en que es un trabajo artesanal y para dedicarse a este oficio hay que esforzarse, y mucho. Y nunca dudaron del trabajo que tuvieron la suerte de elegir.

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