Más allá de la cantidad de veces que se lo haya escuchado y visto en vivo, la experiencia de un concierto del guitarrista y compositor Luis Salinas sigue siendo sumamente gratificante, fundamentalmente por todo aquello emanado de su estrategia lúdica puesta de manifiesto no sólo en su instrumento sino en la entrega al principio rítmico de la cosa musical, a la entusiasta disposición para que ese rito contagie y se comparta arriba y abajo del escenario.
Es lo que volvió a pasar el viernes a la noche en la Plataforma Lavardén, donde Salinas puso en descubierto –también una vez más– su asombro por los climas surgidos de esa cantera inagotable traducida en una matriz de improvisación, afianzada y potenciada por la banda armada para la ocasión. Incluso, lo dijo de este modo: “Estos músicos son tan creativos que siempre me cuesta ordenar el asunto; mi reconocimiento ante tanta maravilla”, y, a esa altura de los primeros cinco temas, no quedó otra opción que coincidir con que esa frase no fue ni una exageración ni un autohalago, sino la admisión de una perspicacia florida de notas.
El seleccionado
El concierto de Salinas fue arrollador, tal vez en consonancia con el título del disco quíntuple que vino a presentar, El Tren, con la posibilidad de velocidad que esa máquina puede adquirir, y que a no dudar surgió del ensamble instrumental puesto en práctica.
Cuatro músicos acompañaron al guitarrista conformando una suerte de seleccionado latinoamericano: el notable bajista chileno Christian Gálvez, un peso pesado que toca con el mismísimo Billy Cobham; el eficaz baterista uruguayo Nicolás Ibarburu; el increíble tecladista cubano Hubert García, algunos de cuyos pasajes remedaron a los de Chick Corea en su etapa Return To Forever; el percusionista Pocho Porteño, capaz de trazar figuras prodigiosas con sus tambores, y Juan Salinas, todavía un jovenzuelo e hijo de Luis, quien demostró ser un comprometido cultor de la rítmica de su padre, respondiendo con destreza los pases punzantes de la Gibson de este último. Latin jazz, latin rock, bosanova, boleros: la heterogeneidad genérica de Salinas es apabullante porque cada ritmo, sin abandonar su esencia, coquetea con otros, formateando climas insurrectos pero siempre reconocibles de un modo en que es el público el que se asombra al ver hasta qué altura es posible elevarlos. Prueba de esto fue una balada intensa con toques de bossa compuesta por el propio Salinas en honor a un músico “hermano” de la vida que murió hace un par de años y que llamó “No se va”. El derrotero del tema alcanzó imponderables solos de los músicos, a los que Salinas dio cabida como un maestro de ceremonias que destaca la agilidad de su entorno.
Logística del solo
Y los solos en la escena de Luis Salinas son un plus: sus dedos deslizándose bailarines sobre las cuerdas de sus guitarras; los gestos de su rostro modulando los compases con máxima expresividad en ese diálogo a varias puntas; el convite al público a hacer base con sus palmas; la fascinación con que expresa sus sublimes escalas, todo funciona en estas instancias como si se atravesara una línea de tiempo para entrar de lleno en un universo modelado por su experiencia y por el enorme placer que transmite al tocar, donde el lenguaje musical creado está pulido hasta lograr ser “afectivo”. “Rita” fue otra de las canciones que se escucharon, compuesta para su hija de cinco años, y que tuvo dos segmentos, uno instrumental y otro cantado por el mismo Salinas –con letra, algo inusual en sus conciertos, donde lo vocal se resume en entonados tarareos–, una pieza versátil con momentos ricamente jazzeados. Así, la apoteosis musical tuvo lugar en el concierto de este guitarrista autodidacta capaz de desarrollar una carrera donde no hay límites genéricos sino una recurrente polifonía rítmica autorizada por el pulso emotivo y una imaginación desbordante.