«Una forma más real que la del mundo», libro que reúne una serie de conversaciones con Juan José Saer compiladas por Martín Prieto -estudioso de la obra del autor de «Glosa»-, aborda a través de entrevistas que avanzan en el tiempo el pensamiento, el proyecto literario y el universo artístico de uno de los más grandes escritores argentinos del siglo XX.
Publicado por Editorial Mansalva, el volumen presenta una serie de conversaciones con Juan José Saer (1937-2005), desde una entrevista anónima realizada para El Mundo en 1966 hasta la que le hizo Cecilia Vallina para el diario Clarín en 2005, mientras trabajaba en las últimas páginas de «La grande», novela que no pudo terminar porque le llegó la muerte.
Alberto Perrone, Beatriz Sarlo, Jorge Fondebrider, Matilde Sánchez, Alan Pauls, Graciela Speranza, Alejandro Rubio, Fernanda García, Guillermo Saavedra, Mónica Tamborenea, Hinde Pomeraniec, Elvio Gandolfo, Ana Inés Larre Borges, Mempo Giardinelli, Gustavo Valle y Sergio Chejfec son algunos de los escritores que hablan con el autor de «El limonero real» en entrevistas que abordan su vida en Santa Fe, su formación en París, sus inquietudes estéticas y su trabajo con el lenguaje, entre otros temas.
El escritor Martín Prieto, hijo del gran ensayista Adolfo Prieto, a quien Saer dedicó el libro de cuentos «La mayor», habló con Télam sobre la construcción de este libro. «Sorprende, con el paso de los años, que Saer, tan temprano -aun no tenia 30 años en 1966-, ya tuviese tan claro el proyecto de su obra».
– ¿Cómo nació la idea de compilar esta serie de conversaciones con Saer? ¿Fue deliberado el ordenamiento del material de manera que las entrevistas avanzan en el tiempo?
– La idea original fue de Francisco Garamona, editor de Mansalva. Habíamos conversado del libro hace un par de años, como un proyecto un poco en el aire, a realizarse en algún momento, cuando llegara la oportunidad. Luego yo me puse a trabajar en la curaduría del ‘Año Saer’, organizado por el Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia de Santa Fe. Y a todos nos pareció que había llegado esa oportunidad. Juntamos un corpus de más de sesenta entrevistas, elegimos menos de la mitad. La primera de 1966, la última de 2005, hecha poco tiempo antes de su muerte. El ordenamiento cronológico arma, creemos nosotros, el bosquejo de una vida de artista, y esa misma idea estuvo en la base de la selección. Sorprende que Saer tuviese claro desde el comienzo el proyecto de su obra: «un realismo que supere las simplificaciones naturalistas y que incorpore gradualmente las últimas experiencias narrativas en lo que se refiere a las estructuras y al lenguaje».
– A pesar de ser famoso por su resistencia a los reportajes, en el libro se destaca la sorprendente claridad conceptual que Saer tenía para responder sobre su obra, el estado de la literatura, las tradiciones, entre otras cosas. ¿Cómo explicás esa relación entre el escritor que no expone sus opiniones y el que las desarrolla con exactitud?
– P: Saer era reacio, sobre todo, a exponer opiniones o juicios sobre asuntos no literarios, tanto privados -como dice en una de las entrevistas: «hambre, miedo, vicios, odio y sexualidad», que es todo lo que se lleva «el grueso de nuestra vida»- como públicos. Pero no lo era para nada para manifestar sus opiniones sobre literatura. No sobre la literatura «en general», sino sobre la que le concernía especialmente: sus primeras lecturas, sus amigos escritores, su propia literatura y la tradición cosmopolita con la que sus libros entablan conversación. Por supuesto, ahí hay todo un mundo y hay una mirada sobre ese mundo, que es lo que le da enorme interés al conjunto.
– Otra cosa que sobresale en las conversaciones es la conciencia que Saer tenía de su propio proyecto literario. ¿Cómo se entiende ese nivel de comprensión general en alguien que prefería dejar hablar a la obra por sí sola?
– No son asuntos en absoluto incompatibles. La de Saer, como la de otros grandes escritores argentinos del siglo XX -Borges, Juan L. Ortiz, César Aira, por dar algunos ejemplos- es una obra muy consciente de sus recursos, de la tradición, del contexto. Y esos sí son asuntos sobre los que Saer conversa con mucho gusto. Ese tan puntual «no tengo nada que decir» con que se ataja en una entrevista de Matilde Sánchez a principios de los 80 está relacionada, sobre todo, con sus precauciones hacia la banalización y espectacularización hacia la que tiende, por defecto, la industria cultural. No es «no tengo nada que decir» sobre libros, escritores, tradiciones, movimientos literarios, sino «no tengo nada que decir» en relación a lo que la industria espera que diga cualquiera de sus oficiantes: chismes, vida privada, política ultracoyuntural.
– En una de las conversaciones, Sergio Chejfec bajo el seudónimo de Sergio Racuzzi dice que la obra de Saer «es una propuesta poética de alternativa que posee y reivindica su espacio natural de ocupación dentro de nuestro sistema literario», y sostiene que «su contundencia poética y estética quizá habrá de fundar en el país cierta descendencia de sobrinos». ¿Quienes pensás que son esos sobrinos literarios?
– Muy bueno eso. Es una pregunta muy fechada. Principios de los años 80. Auge de la lectura de los formalistas rusos: la tradición no se transmite de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos. La herencia directa da, sobre todo, epígonos. La herencia interesante es la del desvío. La de quien, como dice Haroldo Bloom, no lee del todo bien la tradición, se le pierde algo en el camino. A mis alumnos en la Facultad se los explico así: los narradores de fines de los años 50 y principios de los 60 iban todos a unas imaginarias clases que dictaba Borges en una imaginaria Aula magna, llena de bote a bote. A la misma hora, en un cuartucho perdido, en un subsuelo, daba clases Juan L. Ortiz. Saer iba, obviamente, a las clases de Borges. Pero cada tanto se escapaba y bajaba al subsuelo a escuchar las de Ortiz. Los grandes herederos de Saer, sus sobrinos, serán aquellos que asistieron a sus clases, en los años 80 y 90 (no dadas en un Aula magna sino en una de tamaño normal), pero que se escapaban a escuchar otras que se daban en el subsuelo. ¿Quiénes eran los que se escapaban de las clases de Saer? ¿Quiénes daban esas clases en el subsuelo? No podemos saberlo aún.
– En otra parte, dice: «Leo muchos más poetas que novelistas, a mí no me interesa la última novela que salió de Fulanito, sé más o menos que va a contar una historia, en cambio sí me interesa leer un libro de poemas porque ahí no se puede trampear». ¿El deseo que Saer tenía de borrar las fronteras entre prosa y verso tiene que ver con una mirada hacia el futuro de la literatura?
– Borrar los límites entre los géneros. No novelas ni cuentos, sino «narraciones». Poemas narrativos. Prosa atenta a su musicalidad. No es una tarea solitaria. Lo anteceden sus maestros: las ficciones ensayísticas de Borges, la historia de Gualeguay de Juan L. Ortiz escrita en versos. Lo suceden los relatos de Aira, mezclas inestables, en muchos casos, de ensayo, ficción y autobiografía. Ruptura de todos los pactos de lectura: esto no es un poema, esto no es una novela, esto no es un ensayo. En eso estamos ahora mismo.