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La calidad educativa no puede poner precio a la enseñanza

Los recientes anuncios de la Nación sobre evaluar a docentes tropiezan con el cómo: ¿el parámetro será la meritocracia?

La educación en la Argentina está atravesada por debates vinculados con la “calidad educativa”. En este sentido, el encuentro de ministros de Educación de todo el país realizado en Purmamarca, en el marco del Segundo Consejo Federal de Educación 2016, fijo algunos principios para llevar adelante lo que se denominó: “Revolución Educativa”. En la misma se plantea, entre otras cosas, la creación de un Instituto de Evaluación de Calidad y Equidad Educativa con el fin de “promover procesos de evaluaciones anuales en la escuela primaria y secundaria para obtener diagnósticos precisos”.

El presidente de la Nación, Mauricio Macri, junto a su gabinete, presentó hace unos meses un “acuerdo federal” que busca acordar estrategias vinculadas con la gestión educativa para todo el país. En este acto, denominado “Compromiso por la Educación”, del que también participó la provincia de Santa Fe, el presidente sostuvo que el problema educativo nacional pasa por el bajo nivel y la deserción que se da principalmente en la escuela secundaria.

En consonancia con esta línea, el ministro de Educación de la Nación, Esteban Bullrich, sostuvo la necesidad de evaluar: “La evaluación es una herramienta de aprendizaje y no de juicio: necesitamos saber qué hacemos bien y qué hacemos mal para corregir. Será anual y para todos los niveles educativos, en las competencias y habilidades antes que en la información, los conocimientos específicos”, anticipó.

La propuesta del gobierno nacional se sostiene en principios básicos y del sentido común de los sujetos, nadie podría estar en contra de que la educación alcance buenos estándares de calidad. Tampoco se podría poner en tensión los principios de la evaluación, más aún para los que entienden que evaluar es un aspecto necesario del proceso de enseñanza-aprendizaje. El problema radica en cómo y quién define la calidad educativa, y en consecuencia qué parámetros científicos son útiles para mejorar los perfiles pedagógicos.

En este sentido, la propuesta de evaluar el desempeño docente en términos de rendimiento y meritocracia, pone al educador como único responsable de los aprendizajes de los alumnos. Este planteo desconoce la cotidianeidad del trabajo docente y no da cuenta de que la escuela está atravesada por otras prácticas sociales que se desarrollan en una comunidad. Por eso, no puede entenderse la complejidad educativa si se analiza sólo el vínculo educador-educando omitiendo lo extraescolar.

Evaluar la calidad educativa en clave de eficiencia personal es desconocer la relación entre la educación y su contexto. En otras palabras, es vaciar el hecho educativo de historicidad. Aislarlo al aula es negar que la relación pedagógica está atravesada por variables que aparecen por fuera de las escuelas.

El planteo de “evaluación de calidad” activó la reacción de los gremios docentes. Lo que advierten los trabajadores es que lo que subyace a la pretendida “calidad educativa” es el negocio de la educación, cuyo primer eslabón es el desprestigio de los maestros, para avanzar en políticas de precarización laboral y achicamiento del plantel docente.

Por otra parte, los gremios sostienen que se abre el juego a las empresas dedicadas a la venta de exámenes estandarizados para docentes, alumnos y establecimientos educativos, como también a la educación privada consagrada a las capacitaciones, formación profesional y postítulos de actualización docente, entre otros. Advierten que las propuestas de la “Revolución Educativa” avanzan en poner precio a los docentes y llevarlos a competir en el mercado.

La pedagoga Adriana Puiggrós dice que la reforma educativa encubre, entre otras cosas, un negocio tecnológico. En tal sentido, sostiene: “Evaluar ahora resulta un negocio redondo: inscripto en el discurso pedagógico neoliberal, el término se torna medir para tasar, poner precio a cada trozo del proceso educativo. De eso se trata. La «reforma» consiste en habilitar el sistema público para que la modernización tecnológica quede en manos de las empresas de informática, se establezcan aranceles para favorecer los préstamos usurarios de los bancos a las familias, se privatice la administración de contrataciones de docentes y personal administrativo”.

En una entrevista con este diario, la ministra de Educación santafesina, Claudia Balagué, sostuvo: “La calidad educativa no es sólo el saber que los chicos están aprendiendo en las asignaturas, sino también una formación en valores. El concepto de evaluación docente es un planteo antiguo. Las investigaciones en educación señalan que lo más interesante es la autoevaluación de la institución en su conjunto, y no del docente individualmente”.

En este sentido, Balagué agregó: “La institución es la que tiene que garantizar esos aprendizajes. Evaluar un docente individualmente no nos garantiza demasiado y esto lo vemos cotidianamente. Cuando las instituciones trabajan en equipo y con directivos como líderes pedagógicos que trasmiten a sus docentes las necesidades de actualizaciones y de capacitaciones, eso funciona integralmente como una escuela que genera buenos estudiantes y egresados”.

Evidentemente, el planteo de la ministra de Educación de la provincia avanza en otro sentido al que pretende su par de la Nación. Sin embargo, Santa Fe forma parte del Consejo Federal de Educación y participó del “acuerdo federal”, donde se planteó la necesidad de crear un “Instituto de evaluación de calidad y equidad educativa” para todo el país.

La evaluación forma parte del sistema educativo, es por ello que es necesario evaluar el proceso de aprendizaje y de enseñanza. El problema radica en quienes la entienden como medición de los productos y realizaciones escolares más que como posibilidad de apropiarse y resignificar el hecho pedagógico.

El profesor Miguel Ángel Halcones sostiene: “La evaluación es un acto obligatorio del docente. Acto de gran repercusión social por las consecuencias que tiene para el alumno;  y sobre todo que no es sinónimo de calificar como el hábito o la costumbre nos ha hecho creer. La evaluación es una reflexión, un control de calidad sobre lo que se hace, un análisis…y luego una toma de decisiones. Una de ellas, en el caso del aprendizaje, es calificar al alumno; pero no la única y a veces ni la más importante”.

Una educación de calidad requiere mucho más que la evaluación de sus docentes: el contexto sociocultural, económico y político, las condiciones de infraestructura escolar, la salud laboral, la estabilidad del docente, la violencia escolar y un salario digno también son condiciones necesarias para avanzar en una educación con calidad. Las aulas superpobladas y los escasos recursos didácticos y tecnológicos de las escuelas son factores que no aportan a la “revolución educativa”.

No puede pensarse la “calidad educativa” en término de “eficiencia de mercado”, sin tener en cuenta que la educación es un bien social. Tampoco puede desconocerse que el docente y la escuela están insertos en un contexto histórico que los configura. Paulo Freire sostiene que el modelo de instrucción pública implantado por la generación del 80 tiene sus contradicciones. Sin embargo –advierte–, lo que hoy se propone como alternativa es mucho peor. Dice el pedagogo: “El conocimiento entendido como mercancía, la escuela como shopping del saber, los padres como clientes y los docentes como proletarios es una propuesta que tiende a profundizar la desigualdad de modo análogo a lo que ocurre con el fundamentalismo de mercado”.

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