Los devotos de Juan José Saer saben que la transposición de sus textos al cine no es tarea fácil; los que lo hicieron tuvieron mayor o menor suerte en la captación de ese espíritu reconocible que campea en su tono narrativo y en sus imágenes. Allí están Nicolás Sarquís con su Palo y hueso; Raúl Beceyro con Nadie nada nunca, y Patricio Coll con Cicatrices, por citar los largometrajes más conocidos, todos realizadores muy cercanos a Saer, a su obra y a su persona, que leyeron a su modo su obra y a su modo construyeron su relato cinematográfico. Evidentemente, Saer representa un desafío y la adaptación que se abraza a la literalidad no siempre ha sido la más eficaz; por el contrario, aquella con más distancia de sus supuestos identitarios pero con un oído afinado fundamentalmente en la respiración, en la música de su universo, pudo acercarse mejor a la meta. Palo y hueso sería un ejemplo de esto último, a la que ahora podría agregarse la adaptación de El limonero real hecha por el realizador Gustavo Fontán.
La operación fílmica de Fontán desoye esos principios de literalidad mencionados para dejar fluir algunas corrientes internas de la novela de Saer, aquellas inocultables, pero direccionándolas para hacer su propia penetración en lo real, en ese paisaje donde la transparencia adquiere su propia luminosidad otorgando a los personajes los claroscuros con que se pliegan a él, con sus matices de ingenuidad y ternura, de desasosiego y entereza; todo a través de una lógica de planos vigorosos en su relieve que aún continúan comunicando una vez transformados en otros. De este modo, Fontán desdibuja imperceptiblemente la textura original de las imágenes saerianas en su afán de construir a partir de su propia memoria de lectura, para oír, del modo que lo hizo con Juanele Ortiz en La orilla que se abisma, la fuga del río, el salto de los peces, el brillo mitológico de la espesura isleña, los hombres y mujeres guarecidos del calor con sus esperanzas puestas en sus promesas y sacrificios. El limonero real conforma –luego de La orilla que se abisma y El rostro–, la última parte del Ciclo del río, como dio en llamar Fontán a sus films sobre el río Paraná. La conversación que sigue fue para conocer el abordaje que hizo Fontán de una novela “amada por mí, y por muchos”, como apuntó.
—Según entiendo es tu primera película donde adaptás un texto, ¿cómo surgió esta idea y cómo viste que iba a dialogar con las otras dos que componen la trilogía?, Saer, ¿representaba un desafío?
—De manera directa, sí. En La orilla que se abisma trabajamos con la poesía de Juan L. Ortiz, pero no había un origen en un texto específico. La orilla que se abisma es la primera de “El ciclo del río”; El rostro y El limonero real lo completan. Las tres películas componen un ciclo porque son tres miradas diferentes sobre un mismo territorio: el río Paraná, las islas. Me gusta eso de mirar, y volver a mirar lo mismo; te obligo a ver algo nuevo. En el fin de este movimiento dado por las tres películas está El limonero real. Trabajar con un texto de Saer representaba un desafío y una enorme responsabilidad, porque es un autor y una novela amada, por mí y por muchos.
—Aunque en el film puede verse tu traslación del texto a la pantalla, ¿cómo fue tu experiencia en esta adaptación, es decir, de la novela, qué ibas a dejar sin cuestionamientos y qué elementos ibas a volverlos formalmente más tuyos, cómo describirías ese paso?
—Esa traslación de un texto a una película es siempre un acto lleno de tensiones. Uno se apropia de algunos elementos y deja de lado otros muchos. Tomamos el carozo narrativo: la reunión familiar de un 31 de diciembre, la negación de Ella a asistir porque está de luto por su único hijo, muerto seis años atrás. Pero después uno se distancia. La película dictamina su propia lógica. Sí, tal vez, tomamos también cierta concepción narrativa: la historia, en la novela de Juan José Saer, es apenas un conjunto de pequeños sucesos. Lo que entendemos por trama en este caso no tiene que ver con el desarrollo prioritario de un argumento, sino por el entramado, que esos propios hechos conforman con la memoria y la percepción. A modo de cualidad contemplativa, el movimiento de la luz y de la sombra, el modo de descabezar un pescado o de matar al cordero, las miradas y los vínculos, el desplazamiento de las canoas, el sonido del agua y de los pájaros, los propios recuerdos, todo, en la medida que se vuelve rito, se convierte en materia narrativa al llenar los intersticios que los hechos dejan libres, para cargarlos de una densidad perturbadora, de una sustancia fértil en emociones y sugerencias.
—Casi no hay diferencias entre los no actores y los actores (a estos últimos se les conoce la cara), ¿cómo lograste esa uniformidad en las actuaciones?, ¿y qué debían reunir insoslayablemente los personajes trazados por Saer?
—Un rostro, un cuerpo, un modo de caminar o de mirar, deja una marca en la imagen, una cicatriz. Así elegimos a todos los que iban a actuar en El limonero real. El trabajo principal fue de los actores porque tuvieron que acercar su representación a los no actores. Y lo hicieron con enorme precisión. Darle unidad a esas representaciones fue mi tarea y, quiero decir, fue un trabajo bastante sencillo. Todos estuvieron ahí, vinculándose, participando de los hechos con sencillez y entrega.
—Tal vez por tratarse de una propuesta más narrativa que las tuyas anteriores, a los planos puede notárseles más la anatomía, si puede decirse así, de su composición, en su duración sobre todo, ¿hubo una apuesta más concreta a ese ritmo?, y desde ya esto se enlaza con lo de la intriga que mencioné antes también…
—Sí, me gusta lo que señalás… la anatomía del plano. ¿Cómo mira la cámara cada uno de esos fragmentos? Hay una expresión que me gusta: mirar por el rabillo del ojo. Un poco así mirábamos, con una visión lateral, descentrada. Pero también el montaje. La tarea del montaje de Mario Bocchichio me parece enorme. Por varias cosas. En principio porque había que conseguir que los planos de la naturaleza no funcionaran de manera descriptiva o contemplativa sino que estuvieran al servicio de la narración. Y por otro, porque el montaje tenía que conseguir esa respiración, que puede ser la de Wenceslao o la del río Paraná: serena en apariencia, pero con una enorme corriente submarina.
—Pese a la doble pérdida que sufre Wenceslao, a su ensimismamiento, se hace evidente su pasión por seguir andando, en este sentido parecés haberte ceñido a cómo lo plantea Saer en su novela, como una parte más de ese paisaje y moviéndose a su ritmo –pienso en la secuencia bajo el agua, cuando rema, sentado a la noche en su casa al final– ¿lo viste así y te pareció importante señalarlo?
—Sí, va en la línea de lo que te decía anteriormente: ¿cómo sigue la vida cotidiana para Wenceslao después de la muerte del hijo y de la imposibilidad de establecer algún tipo de distancia con ese hecho a partir de la posición de Ella? En esa tensión vida-muerte se sigue adelante. Pero sólo es con esa tensión a cuestas. Y después está la naturaleza, y lo cíclico, y el río y el devenir. Y el tiempo. Todo eso, en la orilla, en la intemperie de la orilla, está más desnudo.
—Las tres películas anteriores sobre textos de Saer que más circulación –las de Sarquís, Coll y Beceyro– no despertaron la curiosidad que parece tener esta tuya, ¿lo ves así?
—Me alegro de que El limonero real despierte curiosidad. Y en relación a Saer no tengo duda de que está entre los tres más grandes escritores de Argentina.