Martín Hodara fue asistente de dirección del malogrado director Fabián Bielinski en sus dos películas, Nueve reinas y El aura, y tal vez por el tema y tratamiento de esta última, algunos creen ver ciertas similitudes con Nieve negra, el debut en solitario de Hodara luego de haber codirigido en 2007 La señal, junto a Ricardo Darín, luego del fallecimiento de Eduardo Mignona, quien estaba a cargo del proyecto. Lo cierto es que poco hay de aquel certero relato negro del prometedor Bielinski en Nieve negra si se descuentan la intensa y oscura fotografía que vuelve más siniestros aún los parajes helados donde se desarrolla la trama y el modo elegido para revelar lo oculto a través de las panorámicas en un mismo plano donde se diluyen presente y pasado; ni la historia ni las actuaciones ni su resolución resultan convincentes en Nieve negra; si bien el relato atrae por su propuesta de conflicto noir, los giros del guión terminan resultando previsibles, surgidos por la evidencia de comportamientos generalmente desfasados de lo que, ateniéndose a la carga emotiva de cada personaje, debieran ofrecer.
Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, quienes componen a los dos hermanos en pugna, hacen lo imposible por categorizar a sus personajes dotándolos de un relieve por momentos innecesario, mientras que hubiera resultado más interesante que en el encuentro primen elementos si no misteriosos, sí afincados más en la extrañeza, que así lo pide una historia inocultablemente siniestra.
Luego de la muerte de su padre, Marcos vuelve con su mujer embarazada desde España al remoto sur argentino, a un paisaje helado y abisal, para intentar cobrar la parte de su herencia en la venta del terreno familiar por los que una empresa canadiense ofrece una suma millonaria en dólares. Ese regreso será el detonador que haga palpitar lo oculto en una familia con disfuncionalidades comunes a muchas otras, pero aquí infladas justamente en cuestiones un tanto declamadas: atracción de hermanos de sexo opuesto, padre intempestivo, madre ausente, comunicación errática entre ellos, todo parece impuesto para forzar un único devenir, soslayando aquello que es bien propio del relato negro, la existencia de una intriga que profundice el drama a partir de algunas razones, justamente, no tan obvias para duplicar la potencia del efecto buscado.
Marcos necesita su parte de la herencia y debe convencer a Salvador, el hermano que todavía ocupa la vivienda familiar, que la venta es buen negocio para todos. Salvador lo recibe hoscamente, tal cual su forzada catadura, porque algo entre ellos no está bien y probablemente nunca lo estuvo. Es más, dice que él y su hermano menor, a quien mató accidentalmente en una partida de caza, no se moverán del lugar. Hay también una hermana de esos varones internada en un psiquiátrico en el sitio urbano más cercano a la finca, que parece vivir un desapego permanente de la realidad. Marcos tiene las cenizas de su padre y quiere enterrarlas junto adónde yace el hermano muerto. Estos ingredientes, muy ricos en sus posibilidades –que podría verse muy en la línea con algún relato de Cormac McCarthy– se ven atenazados por una salida fácil, previsible, que da todo servido a través de un reguero de pistas donde se ve hasta la mano del utilero. La mujer de Marcos, una española (también lo es la actriz que la interpreta), será el vehículo para ir develando los meandros de un conflicto anunciado, y su personaje, que carece de matices, va desluciéndose un poco más a medida que se topa con las pistas del misterio.
Si los guionistas de Nieve negra, el propio Hodara y Leonel D’agostino (quien participó del libreto de la lograda serie Los siete locos) se afanaron por dotar a sus personajes de la ambigüedad necesaria para portarse como lo contrario de lo que realmente son, debieron haber cuidado las prerrogativas que esos personajes portaban; como se sabe, los giros bruscos –el mosquita muerta vuelto un ser ominoso– tienen que templarse con atributos y deficiencias, con caracteres de tonalidad abierta, dejando entrever todas las posibilidades en juego y dando lugar a aquello que subyace en una latencia capaz de despertarse con énfasis arrollador.
De este modo, pasada la mitad de su metraje, Nieve negra toca una sola cuerda, la del efecto sorpresa, que a esa altura se manifiesta a través del hallazgo de unos cuadernos escondidos que, casualmente, van apareciendo debajo de otros, tras un zócalo que se desprende y cuyos contenidos parecen graficarle al espectador –como si lo necesitara– dónde está el sombrío secreto. O como los lobos salvajes que merodean la finca en paralelo a los lobos humanos que hacen lo mismo. Al contrario del secreto ahora dos veces terrible que quedará bajo esas nieves eternas, no es ningún secreto que Nieve negra está pensada para encarar un derrotero comercial que le acerque la mayor cantidad de espectadores posibles, lo que no estaría nada mal siempre que la búsqueda de los efectos de atracción se basaran en formas más sutiles y elaboradas de develar un misterio.