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El Matador de las cosas simples

Mario Alberto Kempes, el ídolo olvidado. Bueno y humilde, fue una bomba que hizo estallar de alegría al país en 1978.

El partido ante la Selección del Sur era la excusa perfecta para presentar nuevamente ante su público al jugador más esperado previo al Mundial 78. Regresaba Mario de España para ponerse la celeste y blanca, y todos estábamos ansiosos y felices. Era la recta final hacia lo que sería la inolvidable consagración en el Monumental.

No podíamos faltar. Por eso, la orden que recibimos de los jefes del diario El País en la Noticia fue contundente: “Viajás a cubrir ese cotejo pero tenés que traer una nota con Kempes”. No había excusas ni justificativo. La inversión tenía un único objetivo.

El vuelo de ida se complicó, tanto para los periodistas como para la Selección. La espesa niebla demoró más de la cuenta la llegada a Bahía Blanca y casi todos arribamos sobre la hora.

Fue imposible ir al hotel y conversar con el cordobés. En la cancha, luego de la goleada, en unos vestuarios precarios y atestados de colegas y curiosos, también fue una utopía acercarse al ídolo. Nos quedaba sólo la oportunidad que Mario baje al lobby del alojamiento. Eso tampoco ocurrió porque la directiva del profesor Pizzarotti era estricta: nadie se mueve de sus habitaciones.

La nota parecía esfumarse y ya se dibujaba en mi mente las caras del “Negro” Héctor Cardozo, Jorge Brisaboa y el resto de la redacción cuando regresara a Rosario con las manos vacías.

No les podía fallar. Sin embargo, al que insiste Dios lo ayuda y apareció el milagro. Bajó Houseman y le pregunté por el número de la habitación de Mario. El Hueso, otro humilde fenomenal, me pasó el dato. Me escabullí por las escaleras y con todo atrevimiento golpeé la puerta. Abrió el “Guaso” y preguntó: “¿quién sos vos, qué hacés acá?”. Nervioso respondí: “Mario, soy de Rosario, me manda un amigo tuyo, Jorge Balbo (compañero del diario), necesito sí o sí una nota con vos”. Abrió sin problemas y luego de preguntarme por Jorge, nos dispusimos a realizar la entrevista.

La cuestión no sería sencilla y lo que seguiría es digno de un cuento tragicómico. Sobre la cama estaba descansando Humberto Bravo. Sólo cubierto con una toalla, recién terminaba de ducharse. Mario en calzoncillos. Así arrancamos el reportaje.

Segundos más tarde vuelven a golpear la puerta, era Pizzarotti, quien había escuchado voces fuertes. Preguntó desde el pasillo qué ocurría y le respondieron: “El sonido del televisor está alto”. Mario me hizo señas que pasemos al baño para evitar ruidos y mientras él se afeitaba y yo me acomodaba en el inodoro, papel y lápiz en mano, casi temblando, fue confeccionándose aquel reportaje que resultó histórico.

Era la primera vez que estaba frente a uno de los monstruos del fútbol, a quien también admiraba y que me terminó demostrando ser un fenómeno de persona.

Después llegó la gloria del Mundial 78. A partir de allí nació una amistad y un respeto enorme hacia un tipo diferente, sencillo, humilde, amigo de sus amigos, quien en ese lluvioso y gélido atardecer bahiense me tendió un puente gigante para seguir el camino hacia mi consolidación periodística.

En 1994, en pleno suceso del programa Deportes de Primera por Cablehogar, Mario había sido invitado por los dirigentes de Central para un partido homenaje en el Gigante. Lo dejaron colgado. Sin hacer escándalos, fiel a su estilo, estaba dispuesto a retornar a Córdoba. Tuvimos la idea de llamarlo y ofrecerle nosotros armar un encuentro con sus ex compañeros auriazules ante un equipo de periodistas.

Mario aceptó y aquella noche en el estadio cubierto de Provincial hasta nos dimos el gusto de enfrentar a quien, en mi humilde opinión, fue un grande entre los grandes.

Ni la sangre inocente derramada por los militares asesinos que gobernaban el país en el 78 mancharon el esplendor y la decencia de un fenómeno: Mario Alberto Kempes.

“¡Dale Marito, rompé la red!”

Estas glosas de Maria José Campoamor definen perfectamente el estilo de Mario.

“Toma la pelota Kempes. Y la va llevando. Va en cámara lenta en un fútbol ballet que es inmortal, eterno. No pisa, vuela, no vuela, flota. No flota. Es una transparencia, una luz que rasga el cielo. Cae un contrario, una mota de polvo, cae otro, un abrojo, una nada, cae el tercero (…) Kempes sigue flotando, pero no flota, no. Corre. Como un caballo, como una locomotora, (…) como el imparable pampero que apaga la espiga. Danza como un muñeco loco, con la dulzura de la primavera que ya está en el aire (…) Kempes corre. (…) Corre y no cae. Juega y no es vencido. Pegale, pegale, pegale Marito, que rompa la red, que rompa el mundo. Hace un gol que me salve de tanto dolor. (…) ¡Dale Marito, (…) rompé la red, Marito, rompela!! Goooooooooollll!!!”

“No me afeitaba de vago”

Pelo y barba. Se afeitó y fue figura.

“Yo me dejé bigote y barba no porque me gustara, sino porque era vago. Estábamos encerrados y no sentía la necesidad de afeitarme. Dio la casualidad de que no hacía goles y primero me afeité la barba. El tercer partido lo jugué con bigote y Menotti se me acercó y me dijo: “¿Por qué no te lo afeitás, Mario? A ver si así empezamos a meterla en Rosario”.  A partir de ahí, dio la casualidad que volvía a casa y se cumplía la superstición: empecé a hacer goles”.

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