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Equipo «divino»: eran generosos por decantación

Los delanteros chocaban entre ellos mismos. Los defensores meditaban. Y el arquero dormía largas siestas.

Él había sido un innovador en ropa, diseño de muebles, perfumería. Siempre intentaba  generar cosas, modificar viejas costumbres. Era a su modo un creador de tendencias, un inventor. Había hecho buenos dividendos y sostenía una terraza al agua con una oficina exenta de lujos, salvo esa vista del río aletargado por donde solían aparecer como monstruos hermosos y banderas desplegadas, algunos cargueros de origen incierto que literalmente lo transportaban a lejanas tierras. Oía a Gardel en un  equipo y repasaba, para su mal, en un plasma gigante, las jugadas de su equipo de fútbol tan amado como idealizado, tan denostado como sufrido por su sólida fe de paciencia samurai.

Una tarde, como los santos, tuvo una epifanía. El acto supremo de entender de pronto un “Todo” que dura segundos, donde el alma, apretada en prejuicios, se desprende y emprende una travesía hacia el “Conocimiento”.

Había entendido de pronto, como una ráfaga, que ya su equipo no jugaba más al futbol, era a otra cosa superior, un misterio revelado.

Una técnica extraña, un modo exótico de generar dinámica, un engendro indescifrable que siempre derivaba en ofrendas al enemigo. Avanzaba de costado como tropas borrachas y nunca llegaba con claridad al área. Se enredaba en luchas, tomas y posturas de combate corporal con el contrincante donde siempre perdía; los laterales se cerraban y los centrales se abrían. Los delanteros chocaban contra las fortalezas adversarias y entre ellos mismos. Los defensores meditaban. Y el arquero dormía largas siestas donde despertaba por el roce de la pelota en las mallas vulneradas que él solía defender.

Era un fútbol de  entrega, es cierto, pero para el rival. Regalaba, ofrendaba, concedía, ofertaba. Los favorecía, les entregaba campo, pelota y marco: era en suma un equipo con donativos de goles y amigables zonas del área propia donde los rivales ejecutaban fusilamientos con un encanto piadoso y una  parsimonia amable, resultado de tanta  dádiva.

Ahora entendía porque los saludaban fervorosamente cuando terminaba el encuentro. Este entendimiento, lejos de ofuscarlo lo tranquilizó: había detectado la raíz profunda del mal que era paradójicamente, la grandeza que otorga el dar, el ceder, el obsequiar.

Ahora entendía en toda su dimensión, la oración: “Es un equipo  generoso”. Casi se pone de rodillas. La angustia con la que vería ahora a su equipo desaparecería canjeada por una actitud propia de peregrinos más que de futbolistas. Estaban purgando, tal vez, encarnaciones anteriores: estaban como  el Cristo transformados en un estigma que absorbería las lacras humanas, los efluvios tan nocivos como la envidia, los campeonatos, la vanidad, el triunfo.

Era un equipo de la renuncia, del perdón divino y  la absorción de malas ondas. Lo entendió. Al día siguiente dejó la oficina. Se detuvo con el auto al costado de la cancha que a esa hora y en día de semana estaba vacía, con algunas hojas revoloteando por la vereda. Se inclinó y extrajo su altarcito plegable que había construido con fervor y paciencia.

Mucho amor, amor del verdadero,  del que se prodiga a un ser supremo, a quien se sacrifica por los otros, al que hace de su cuerpo un  pararrayos para absorber las penurias. No importa que lo denigren, que lo denosten, que le endilguen  la fama de torpe, de no entender cómo se juega, de enredado, de último de la tabla, de devorador de promedios, de descensos y penas.

Allí estaba él, cabeza rapada, túnica azafrán inventando mantras, allí estaba él, allí la poca gente que pasaba  lo miraba sorprendida. El perrito que le meó la alfombra donde oraba arrodillado no fue reprimido y pronto el calor, los vecinos, el rumor lo rodearon. Fue sacado por dos gordos de seguridad del estadio que  nunca entenderían aquel gesto de fulgor altísimo  mientras lo depositaban en un patrullero que lo derivó a un centro asistencial donde entró cantando la marcha triunfal de su equipo, explicando que era apenas un mensajero y que había descubierto como una aparición en su alma de inventor y descubridor de tendencias, que su team practicaba la dádiva con sus rivales y que se había constituido gracias al desprendimiento, en el club más generoso del mundo.

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