TRES ANUNCIOS POR UN CRIMEN
Guión y dirección: Martin McDonagh
Género: drama
Actúan: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell
Salas: Showcase, Hoyts, Village, Monumental, Del Centro
La aspereza narrativa que propone el dramaturgo, guionista y director de cine inglés (de padres irlandeses) Martin McDonagh (Londres, 1970) para contar las consecuencias de un hecho aberrante es la plataforma que a modo de metáfora edifica una crítica feroz a algunos aspectos de aquello que el sueño americano insiste con barrer debajo la alfombra. Así se ponen de manifiesto el racismo, la homofobia, la decadencia de la Iglesia, la violencia de género y, por encima de todo, la imbecilidad de la mayoría de los que detentan cierta cuota de poder y, claramente, no están a la altura.
Tres anuncios por un crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri), última película del talentoso McDonagh, en cartel en todos los complejos de cine locales y ayer nominada a siete premios Oscar de la Academia de Hollywood (ver aparte), está protagonizada por la enorme Frances McDormand y es, particularmente en este momento en el que el mundo dirime algunas cuestiones “terminales”, un film de visión necesaria, porque todos esos temas aparecen tratados con una claridad apabullante y ponen de manifiesto lo que deja el fracaso.
Con la lógica narrativa de Harold Pinter y una violencia teñida de cierto humor negro propia de Quentin Tarantino, ambos sus grandes admirados, McDonagh, a quien, como dramaturgo, de lo conoció en el país por la inquietante The Pillowman, arma un escenario con los condimentos de un western contemporáneo, en particular porque la trama de este drama remite a cierta hostilidad propia de ese género, sobre todo, a sus habituales encerronas.
Pasaron siete meses desde que la hija adolescente de Mildred Hayes (McDormand) fue violada, asesinada e incinerada al costado de una ruta en las cercanías de su casa en un pueblo de Missouri llamado Ebbing. La policía se olvidó del caso, la madre no. Del dolor más duro y complejo, Mildred, desde la más rotunda soledad, pone a funcionar una idea: publica algunas preguntas en unos carteles al costado de la polvorienta ruta con sus últimos ahorros. Esos tres anuncios de fondo rojo con letras blancas sacudirán el avispero en un pueblo donde nadie dice nada y todos miran para el costado, ceñidos a la hipocresía imperante: la policía se verá jaqueada, en particular la ética del comisario (el magnífico Woody Harrelson), paradójicamente un jefe de la fuerza enfermo de cáncer de páncreas (un órgano que “purifica” el cuerpo) que alista a un grupo de imbéciles irremediables. Uno de ellos, el más racista, homofóbico y violento (Sam Rockwell en otro trabajo magistral), pone a funcionar su ira y todo lo que podría pasar, pasa.
En un punto, ni buenos como corderos ni malos como lobos, los personajes, frente a lo atroz e inocultable, van desnudando su pequeña humanidad latente, al tiempo que en cada uno de ellos se produce una profunda e inevitable transformación, en particular en Mildred, una mujer desolada, violentada por su ex marido, pero singularmente empoderada.
El film, cuyo final es también un gran interrogante, sirve para preguntarse si existe la justicia y en manos de quién está; si esa especie de entelequia que azota a la posmodernidad se agita en algún rincón del planeta para encontrar a los culpables.
Pero es, sobre todo y más allá de los ocho años que llevó la concreción del proyecto, un tiro por elevación a las violentas políticas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a su deliberado racismo, a su manifiesto desprecio por todo lo diferente, a su destructiva manera de entender un mundo que está a punto de volver a estallar y lo cuenta entre los principales fogoneros.