Tras cumplirse cinco años del papado de Francisco, su figura sigue generando debates y controversias tanto dentro como fuera del mundo católico. Mientras para algunos introdujo cambios superficiales, orientados apenas a mejorar la imagen pública de la Iglesia –muy comprometida por los reiterados escándalos de abuso sexual y corrupción–, para otros supuso una renovación cuyos alcances estarían todavía por verse.
Como en cualquier análisis, las diferencias de criterio tienen que ver –al menos en parte– con los aspectos que se priorizan en cada caso.
Lo cierto es que si el eje se pone en las cuestiones eclesiológicas –es decir, en lo relativo a los criterios de autoridad y a las forma de gobierno de la Iglesia– la elección de Francisco no trajo consigo reformas profundas más allá de algunas decisiones puntuales como la creación de una comisión para la reforma de la curia romana y el intento por ahora incierto de sanear el Instituto para las Obras de Religión (el Banco Vaticano).
De igual manera, la creación de una comisión de mujeres para asesorar en temas culturales está muy lejos de abrir un debate profundo sobre el rol subordinado de la mujer en las estructuras eclesiásticas ni, menos aún, iniciar un diálogo fecundo con las teologías feministas.
Algo similar puede señalarse en el plano más estrictamente doctrinal, donde si bien se impulsó una cierta renovación de las prácticas pastorales y un moderado aggiornamento en algunos temas, como en lo referido a los fieles divorciados y vueltos a casar, globalmente no se ensayaron cambios de peso. Todo lo cual, dadas las lógicas internas de una institución como la Iglesia Católica, no debería resultar demasiado sorprendente. ¿Por qué entonces el papado de Francisco sigue dando tanto de qué hablar?
Crítica a la desigualdad
Más que en el plano doctrinal e institucional, las principales novedades provienen del discurso social y político, donde las críticas de Bergoglio al capitalismo contrastan con la posición más complaciente de los papados inmediatamente precedentes.
Juan Pablo II fue considerado, incluso por Wall Street, un defensor de la economía de mercado tras su encíclica Centisumus Annus de 1991.
Los discursos de Francisco, sazonados además con numerosos gestos personales que cuestionan el lujo y la acumulación de riquezas, suponen un cierto viraje y una postura si no contrastante al menos no tan armónica con la hegemonía neoliberal en materia económica.
Si bien se lo ha visto a veces –sobre todo en otras latitudes– como un Papa simpatizante con la teología de la liberación, Francisco propone más bien una revalorización de los postulados tradicionales del catolicismo social que la Iglesia desarrolló fundamentalmente en el último tercio del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX.
Dicha vertiente cuestionaba la situación de pobreza y marginalidad de las clases trabajadoras en nombre de la caridad cristiana y proponía la sanción de leyes sociales así como la creación de mecanismos de arbitraje y conciliación entre el capital y el trabajo con el objetivo de contener los conflictos crecientes y atemperar los niveles de desigualdad.
El horizonte a alcanzar era el de la “justicia social”, un término que se fue generalizando poco a poco entre los católicos.
Con este conjunto de medidas, además de poner un freno a las organizaciones anarquistas, socialistas y comunistas, por entonces dominantes en el movimiento obrero, la Iglesia intentaba dar vida a una corriente propiamente católica en el mundo del trabajo.
Francisco recupera estas ideas y las pone en diálogo a su vez con una de las versiones argentinas del catolicismo liberacionista: no propiamente la teología de la liberación sino más bien la denominada teología del pueblo, que considera a los pobres y excluidos depositarios de la cultura de la comunidad a la que pertenecen y los reivindica, por ende, como actores privilegiados tanto en términos teológicos y pastorales como sociales y políticos.
Francisco y Benjamin
En la década de 1920, el filósofo marxista Walter Benjamin concluyó que el capitalismo debía ser pensado no sólo como un sistema económico sino también como una forma nueva de religión y que, por tanto, debía combatirlo con herramientas más sofisticadas que las provistas por la mera crítica de la economía política.
Francisco coincide con Benjamin en este punto: denuncia al dinero como un “falso Dios” y cuestiona la ligazón entre el neoliberalismo y las llamadas teologías de la prosperidad que consideran el éxito económico individual una prueba de la gracia de Dios y de la futura salvación.
En contraposición, coloca en el centro nociones como justicia social, comunidad o pueblo de Dios y alimenta –a veces frontalmente y otras en sordina– lo que cabría definirse como una cierta desconfianza teológica hacia la riqueza material, vista como un obstáculo para la salvación cristiana más que como una bendición.
Un futuro abierto
Sin dudas es aún demasiado pronto para evaluar el alcance de los cambios insinuados. Tampoco es posible vislumbrar todavía si la teología del pueblo y el catolicismo social remozados podrán ofrecer respuestas más o menos consistentes a los desafíos sociales, económicos y políticos de la Iglesia en el mundo actual. Parece difícil imaginarlo.
Entre tanto, el cuestionamiento al capitalismo y la denuncia de la desigualdad como afrenta a las valores cristianos colocan al discurso papal en disonancia con algunos de los dogmas de fe del credo neoliberal.
(*) Doctor del Ishir-Conicet / Universidad Nacional de Rosario