Con la cabeza y con el cuerpo. Y con el corazón. Fundamentalmente con el corazón. Así tenía que jugarlo Argentina. Una final en primera ronda. Consecuencia de errores propios. Lo entendieron los jugadores, empujados por el apoyo de miles de hinchas que desafiaron la distancia y la trepada del dólar para alentar en Rusia. Por el prestigio de la selección argentina, tal como había pedido Diego.
Jugando el mejor primer tiempo en dos años, desde la semifinal de la última Copa America, cuando dirigía el Tata Martino. Tic tac al ritmo de tres rosarinos: Banega, Di María y Messi. Y con los más experimentados en cancha, para no exponer a los pibes en caso de que la historia terminase adversa.
Messi frotó la lámpara. Pero el árbitro cobró un penal raro, cuando Nigeria había hecho poco y nada para justificar el empate.
La confianza no fue la misma. Imprecisiones y dudas. Había que ofrecer el corazón. Mascherano, con el rostro ensangrentado, empujó hacia adelante. Higuaín, errático en la definición, no paró de correr. Y Rojo, de triple nueve junto al Pipa y Agüero, se sirvió de un centro de Mercado para reventar la red e instalar a Argentina en otra final contra Francia.