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Arsénico en libros como en «El nombre de la rosa»

Hace un par de semanas, en la Universidad de la localidad de Esjerb, al sur de Dinamarca, en la biblioteca de esa casa de estudios se encontraron libros que contenían arsénico en sus cubiertas y que estaban al alcance de cualquier usuario que quisiera consultarlos.

Hace un par de semanas, en la Universidad de la localidad de Esjerb, al sur de Dinamarca, en la biblioteca de esa casa de estudios se encontraron libros que contenían arsénico en sus  cubiertas y que estaban al alcance de cualquier usuario que quisiera consultarlos. Sin medias vueltas, este hallazgo remite de inmediato a la fascinante novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, de la que también se hizo un film de título homónimo. En la trama de la novela de Eco se producen una serie de muertes misteriosas de monjes, moradores de un monasterio en Italia. Las altas jerarquías eclesiásticas encomiendan entonces la tarea de averiguar la causa de esas muertes a los frailes Guillermo de Bakersville y Adso de Melk, quienes se pondrán manos a la obra rastreando las causas posibles de estos hechos. Sus minuciosas averiguaciones los llevarán a descubrir que uno de los libros de la gran biblioteca de la abadía está envenenado. Alguien había puesto un potente tóxico en cada una de la hojas, por lo que todos aquellos que leyeron el segundo libro de la Poética de Aristóteles murieron por ingerir el veneno ya que lamían sus dedos al dar vuelta las páginas.

Entre la ficción y lo real

Los tres libros encontrados estuvieron durante años a disposición de quien quisiera consultarlos en la biblioteca de la Universidad. Un estudio iniciado por dos docentes de la Universidad, que pretendía ahondar en el contenido de los libros, hizo que se descubriera azarosamente la presencia del veneno. Ahora, los ejemplares permanecen aislados en cajas ventiladas, y se prevé su digitalización para disminuir al mínimo su contacto con manos humanas.

Los docentes Jakob Povl Holck y Kaare Lund Rasmussen fueron quienes constataron esta mortal característica en los libros, que datan de los siglos XVI y XVII, lo que podría hacer pensar que la delgada línea entre ficción y realidad aquí se esfuma y si Eco leyó o rastreó algo al respecto para incluir en su texto, puede suponerse que podría haber hallado algún indicio de que ejemplares de esa naturaleza, es decir envenenados, no eran raros para esa época, ya que la acción del libro transcurre apenas un siglo antes del tiempo de origen de los libros encontrados.

Sin fecha de vencimiento

Los investigadores docentes descubrieron la presencia del veneno cuando sometieron los libros a un estudio de rayos X. Sabían de antemano que para confeccionar las cubiertas se habían utilizado trozos de manuscritos medievales, una práctica relativamente común en aquellos tempos y que se encuentra ampliamente documentada en exhaustivas investigaciones previas. Pero todo indica que en algún momento de la historia alguien habría embadurnado las cubiertas con una gruesa capa de tinte verde brillante. De ese modo, los rayos X les permitieron espiar las capas inferiores y leer lo que estaba por debajo. Los que los dejó atónitos durante el estudio es que descubrieron que esa pintura verde estaba compuesta en buena parte por arsénico.

Este veneno es uno de los más letales del mundo, y hasta el momento no tiene fecha de vencimiento. En dosis pequeñas y sostenidas, puede causar un progresivo cansancio, irritabilidad y pérdida de apetito o de peso, un proceso de lenta degradación que puede culminar en la muerte, tal como sucede con el protagonista de, por ejemplo, una de las novelas más intrigantes –lo cual es mucho decir–  del escritor belga Georges Simenon, La escalera de hierro.

Un poco de paranoia

Los tres volúmenes presentaban altos niveles de concentración de la toxina en sus portadas, y habían formado parte de la biblioteca de la casa de estudios durante años, sin que nadie lo notara. Tras el notable descubrimiento, surgieron entonces las preguntas cruciales: ¿quién envenenó los libros, y por qué lo hizo? Según los investigadores daneses, la pintura tóxica sería un pigmento muy utilizado durante el siglo XIX y conocido como “verde de París”. Esta tintura fue muy popular entre los artistas plásticos por razones estéticas, pero el arte no era su única aplicación. El veneno verde se usaba también para eliminar insectos y parásitos en telas, papel y madera, por lo que es de suponer que la persona que la aplicó sobre los libros lo hizo para protegerlos de alimañas. Lo que también detectaron es que algunos de los componentes de esa tintura eran mucho más antiguos, de por lo menos tres o cuatro siglo antes, lo que podría acercarse a la hipótesis antes esgrimida  que involucra directamente a la ficción de Eco.

A finales del siglo XIX, se comprobó el peligro que entrañaba una pintura  de esas características si alguna persona la tocaba y de alguna forma la ingería –la idea de Eco en cuanto a su ingestión por medio de llevarse los dedos a la boca con intención de mojarlos con saliva y pasar las páginas, es por lo menos ingeniosa–. Por esa razón se dejó de emplear tanto en el terreno artístico como en la protección de objetos. Curiosamente, el compuesto pasó a ser usado como pesticida agrícola y su uso se discontinuó recién a mediados del siglo XX. Si bien curioso, el hallazgo también generó no poca paranoia en otras ciudades europeas –incluidas por supuesto las nórdicas, que durante muchos años intercambiaron ejemplares de libros antiguos–, que comenzaron a indagar en las bibliotecas que albergan este tipo de incunables.

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