Enero de 2009. Newell’s era una caldera. La era López había terminado y el club estaba en ruinas. La nueva dirigencia encabezada por el gobierno de Guillermo Lorente atajaba embargos y descontento. La barra de Pimpi no quería resignar el paraavalanchas y Sensini tomaba un plantel con seis meses sin cobrar y poco dinero para reforzar.
Lucas Bernardi entendió que era momento de regresar. Dejó el Principado de Mónaco para ayudar a su amado Newell’s. Su rodilla amenazaba con darle con suerte un año más de fútbol. Y quería que ese tiempo fuera con la rojinegra, en su casa, la que había dejado nueve años antes.
Nada fue fácil en el retorno. Pero las cosas se acomodaron un poco y el segundo semestre tuvo al equipo como protagonista. El título se escurrió entre las manos al perder de local con San Lorenzo. Un dolor grande. Bernardi imaginó que había pasado su última chance de ser campeón en el Parque.
La rodilla soportó. Pero el equipo no pudo aguantar el buen momento y los triunfos empezaron a escasear. Y las críticas no tuvieron piedad. Bernardi puso la cara, como siempre, prefirió proteger a los pibes y se bancó la parada, aunque el club empezaba a transitar por una zona de errores a la hora de elegir entrenadores y refuerzos. El descenso empezó a amenazar.
Bernardi no podía bajarse del barco. Pero esta vez no estuvo solo. Gerardo Martino dejó de lado una millonada que le ofrecía la selección colombiana y aceptó dirigir su querido Newell’s. El sentido de pertenencia ya no era exclusividad de Lucas, que por si fuera poco debió soportar un confuso doping que lo dejó otra vez al borde de la despedida.
El resto de esa historia es conocida. Volvieron Maxi Rodríguez, Nacho Scocco, el Gringo Heinze y el equipo deslumbró a propios y extraños. La gente se ponía de pie para aplaudir cada presentación. Y el capitán, o LB7 como lo empezaron a identificar los hinchas, era el cerebro dentro de la cancha.
La rodilla aguantó. El corazón siempre pudo más, aunque los dolores amenazaban siempre con el final. Y la Copa en alto fue la foto merecida. Sueño cumplido.
Un día hubo que decir basta. A veces cuesta más de lo imaginado. Pero su amor por Newell’s le jugó una mala pasada. Alguien le ofreció ser técnico del equipo en medio de una crisis institucional, económica y deportiva que espantaba a cualquiera. Los más cercanos le recomendaron no aceptar. No era el momento, había mucho para perder y poco para ganar. Pero a Bernardi nadie le gana de cabeza dura. Y su amor a Newell’s lo puso en el banco en su primera experiencia como entrenador.
Los resultados no acompañaron. Tuvo la antipática misión de sacar del equipo a algunos amigos, con la idea de promocionar jóvenes. Perder dos Clásicos fue demasiado y tuvo que irse, entre lágrimas, bronca y promesa de una revancha algún día.
Hoy Lucas Bernardi saldrá a la cancha y se sentará en el banco local, el de Belgrano, donde asumió hace pocos meses con la complicada tarea de salvar al equipo del descenso.
No será un partido más. Enfrente estará Newell’s, que tampoco tiene tanto margen en los promedios, y llega a Córdoba con buen ánimo por la clasificación en Copa Argentina, pero con la necesidad de sumar puntos en una Superliga que por ahora lo trata muy mal.
Habrá saludos y bromas. Se volverá a encontrar con el Gato Formica, a quien allá por 2010 lo recomendó para jugar en Mónaco, cuando era un pibe que deslumbraba con sus gambetas. Después vivirá 90 minutos intensos y hará lo posible para que Belgrano se quede con la victoria, aunque a su corazón le duela.
Se comerá las uñas, sufrirá, y si hay un gol de su equipo no lo gritará. Porque en realidad “su equipo” es otro, es el que tendrá enfrente, ese al que le juró amor eterno cuando con 6 años su tío lo llevó a Malvinas. Bernardi hoy va a estar en el banco equivocado.