Jugar un sábado al mediodía predispone a todos de una manera especial. El hincha se prepara distinto. El clima previo es otro. Algunos apresuran el paso en los alrededores del Parque para ver un rato de la reserva, o simplemente para entrar al Coloso y sacarse un poco la ansiedad. Otros avanzan sobre los puestos de choripanes, que se ilusionan con una buena jornada a pesar del calor casi de verano. No faltan los que llegan sobre la hora, porque hubo que escaparse antes del laburo, dejar a alguien en el negocio, o simplemente por costumbre. Lo que nadie duda es que el resultado marcará a fuego el ánimo del fin de semana. Un triunfo siempre traerá alivio. Todo se disfrutará distinto. Será como un eterno carnaval carioca de casamiento. Hasta la billetera parecerá más llena, aunque el fin de mes cada día se acerque más al inicio.
Perder, en cambio, significará bronca, desanimo, malestar. El fin de semana perderá sentido y ni el buen clima reinante logrará iluminar un par de días de penumbras.
El hincha leproso supo que no era un partido más. Lo sintió cuando repasó una y mil veces la tabla de promedios, esa que hace algunas pocas semanas ignoraba o tomaba con sorna. Lanús era un rival directo. Ganar significaba superarlo, hundirlo más en sus dudas que lo traían al Parque con una docena de partidos sin victoria. No faltaron los agoreros.
Estos seguro se levantan con nosotros», fue la frase de cabecera. E incluso estuvieron también los de las teorías conspirativas, que imaginaban a Rapallini como el espía secreto que AFA había mandado a Rosario para beneficiar a Lanús.
Así largó el partido. Con 35 grados que invitaban a ir a La Florida y no a correr detrás de una pelota. Tal vez por eso Newell’s salió dormido, apagado, ralentizado. Le costó cambiar el aire, como sofocado por un sol que no tenía clemencia.
No fue Rapallini el que conspiró. Fue el propio Newell’s y su impotencia. Y empezaron a llover los centros. Una tormenta sobre el arco de Aguerre que hizo presagiar lo peor.
No hubo tiempo para disfrutar del vaso de gaseosa sanador. No hubo uña que aguante. El sufrimiento hizo olvidar el calor. Pero apareció Aguerre, una y otra vez. Fueron cuatro atajadas. Cuatro gritos de gol ahogados que le permitieron a la Lepra seguir con vida.
De pronto, Amoroso, el único al que el sofocante calor no pareció afectar, metió una corrida con su sello. Y como es habitual la cerró con un centro sin destino. Pero Bittolo le dio valor a esa jugada intrascendente y provocó un penal. Figueroa tuvo claridad y Newell’s inesperadamente se encontró en ventaja.
Nadie se animó a relajarse. Ni dentro ni fuera de la cancha. El equipo se plantó mejor. El aire empezó a sobrar y Lanús se desvaneció. Y el Rayo Fertoli iluminó una tarde que pintaba sombría, aunque el sol mostraba otro paisaje.
Hubo abrazos interminables, sin importar torsos transpirados o hacerlo con desconocidos que de pronto pasaron a ser rostros familiares.
Hubo festejo grande. Porque el triunfo era necesario, indispensable, sanador. Ganó Newell’s, al fin. La tabla de promedios ya no se mira con tanta angustia. Y el sofocante mediodía del sábado de pronto pasó a ser una hermosa tarde de sol. Ojalá no sea un sólo un veranito.