Por Carlos Sixirei Paredes*
El huevo de la serpiente comenzó a incubarse en 2010 cuando Dilma Rousseff sucede a Lula en la jefatura del Estado. Una elección que fue aceptada disciplinariamente por el PT pero no entusiasmó ni a las bases ni a los electores, para quien el hasta entonces ministro de Justicia, Tasio Genro, reunía más apoyos y mejores condiciones. Dilma recibió una gran herencia en forma de apoyo electoral y de excelente situación económica. Pero no tardarían en presentarse los nubarrones de la crisis que no fue bien administrada y el PT comenzó a perder votos. Ciertamente la figura de Lula concitaba todavía muchos apoyos tanto en el nordeste del país como entre los sectores sociales más desfavorecidos, la suma de los cuales garantizaba el éxito electoral aunque fuera por la mínima. Y por la mínima ganó Dilma en las elecciones de 2014, reuniendo en la segunda vuelta el 51,58% de los sufragios frente al 48,42% de su rival, el pesedebista Aécio Neves.
Para entonces la clase media blanca había iniciado su rebelión. A los escándalos de corrupción se sumó la mala gestión del Mundial de Fútbol, que originó un gasto enorme, muy superior al previsto anteriormente, con estadios que se entregaban con considerable retraso, exigencias leoninas por parte de la Fifa y todo tipo de corruptelas, algo no sólo inevitable, sino congénito en el mundo de relaciones que en Brasil existen entre administraciones pública y empresarios y esto al margen de quien gobierne y que ocurriría igualmente si en Brasilia hubiera un gabinete de arcángeles.
Los resultados de las elecciones presidenciales resultaron un claro mensaje para la derecha: Dilma, aunque ganadora, había salido muy debilitada. Incluso los aliados del gobierno, y muy especialmente el conservador PMDB, olieron sangre. La veda se había abierto para tumbar a una presidenta que reunía las condiciones para su expulsión: ser mujer y ser de izquierda.
La campaña de acoso y derribo que se abrió alentada por la prensa opositora –que era casi toda– encontró terreno abonado en la clase media urbana, blanca y meridional, fundamentalmente las clases medias carioca y paulista que protagonizaron en aquellos años las mayores protestas y las más amplias movilizaciones.
Esta clase media, que se había beneficiado de las políticas económicas y del crecimiento económico de la segunda presidencia de Lula, no estaba dispuesta a aceptar que se había acabado la fiesta. Y como la crisis ya no permitía las alegrías consumistas de años anteriores, se volvió no sólo contra el gobierno sino también contra los sectores sociales que lo apoyaban. De pronto comenzaron a surgir y a multiplicarse gestos de racismo, xenofobia e intolerancia política. Lo ocurrido con el fenómeno rolezinho en las Navidades de 2014 resultó muy ilustrativo. Jóvenes de la periferia, especialmente negros, invadían con su música y su jolgorio los centros comerciales de lujo, no con la intención de armar escándalo, sino de comprar. Y la clase media se sintió atacada en uno de sus símbolos más identitarios: el consumo. Gracias a las ayudas estatales, los pobres podían viajar en avión, podían ahorrar algún dinero y entrar en lugares antes vedados hasta como objetos de deseo. La clase media estaba pagando con sus impuestos que los pobres invadieran aeropuertos, shoppings y cafeterías. Y hasta ahí no estaba dispuesta a llegar. Comenzó la sublevación y comenzó la crítica enfurecida hacia unos programas sociales que sólo servían para mantener vagos y delincuentes a cuenta del dinero de la sufrida mesocracia.
De eso a la caída de Dilma no medió mucho. Dilma fue condenada por haber hecho un cambio contable en una partida del Presupuesto del Estado, práctica habitual en Brasil al menos desde 1990 sin que nunca nadie dijera nada. No lo fue por corrupción, aunque estaba rodeada de oleadas de escándalos que por entonces ya afectaban a su mentor Lula. La corrupción a lo grande vino con su sucesor, Michel Temer, que continúa al día de hoy ocupando su despacho en Brasilia sin que nadie haya movido un dedo para echarlo.
Un personajillo sin mayor trascendencia política como el ex militar, ex católico y ex casi todo llamado Jair Bolsonaro, vio la onda y por donde iban los tiros del sentimiento de la clase media a propósito del impeachment a Dilma y se subió al carro con todo el apoyo del evangelismo detrás. Y de sectores católicos de extrema derecha también. Lo que podía parecer ridículo acabó convirtiéndose en una realidad explosiva. La clase media brasileña se miró en Donald Trump. En Estados Unidos la elección de tan bufonesco personaje no trajo, hasta el momento, el apocalipsis anunciado. Por el contrario, el matonismo daba sus frutos: ver la negociación del Tratado de Libre Comercio y cómo se hizo, a través de un trágala; ver lo nunca visto, al presidente de Corea del Norte solicitando y resolicitando entrevistas con el líder norteamericano; ver el choque comercial con China y con la Unión Europea sin pararse a analizar las posibles consecuencias… Todo ello era una invitación a hacer lo mismo. Y como no haya un milagro de última hora es lo que se va a hacer, al menos en términos de política interna y, hasta donde se pueda y lo dejen, en política externa. A todo ello cabe añadir que Bolsonaro no es un fascista. Le falta ideología, le falta el proceso intelectual y doctrinal que lleva a plantear un proyecto político como es el fascismo. Bolsonaro es simplemente un ejemplo fantástico del gorilismo militar de los años 60 y 70 del siglo pasado. Su discurso simplista, ofensivo y machista enamora a sus seguidores que se sienten identificados con las soluciones a la violenta, con las respuestas fáciles y rotundas aunque sean completamente falsas y con el palo y tentetieso como bálsamo de Fierabrás para enderezar Brasil. Y luego hay otros que lo siguen por asco, por cansancio o por desesperación.
En un tan patético como inútil llamamiento, Manuel Castells se dirigía no ha mucho a través de las redes a los intelectuales del mundo para intentar frenar lo que ya parece que es inevitable. Hace bien en dirigirse a los del mundo. A los de Brasil resultaría una pérdida de tiempo. Los intelectuales que giran en torno al PSDB y a Fernando Henrique Cardoso, por ejemplo, mirarán con repugnancia a Bolsonaro (ay, la droite divine! que también existe) pero se van a guardar muy bien de oponerse a la marea que viene. Y los de izquierda llevan una década discutiendo de si son galgos o podencos. La izquierda representada por el PT y los movimientos de concientización social suscitan odios africanos y con el llamamiento a la violencia se ha abierto el camino para que cualquier ciudadano común tome justicia por mano propia y ataque a «comunistas» y no sólo verbalmente. Y hasta donde se puede llegar en esta espiral loca ya hace algún tiempo que quedó claro: Brasil hoy es un casi Berlín 1933. El telón está a punto de caer sobre la democracia. Y no se necesita Gestapo. Es suficiente la triple alianza de bala, buey y biblia.
(*) Profesor de la Universidad de Vigo, España, especialista en Brasil, De vaconfirma.com.ar