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The Sinner: padres y madres que tejen tramas oscuras

Con un comienzo impactante en su primera temporada, el thriller “The Sinner” activa en su trama una suerte de “maldad” que se manifiesta en la opresión de las estructuras familiares que sólo dejan vidas laceradas sin medida ni atenuantes

Durante 2017, la serie The Sinner, proveniente de una cadena menor como USA Network y presentada en principio como una miniserie, constituyó un fenómeno de público algo inesperado. Su atractivo fundamental, sin lugar a dudas, lo constituye el impactante (y muy comentado) comienzo: un estallido de violencia sin reparos ni demoras que desconcierta y se afirma como motor de una intriga policial que, desde ese punto, ostenta cierta originalidad nada frecuente. Se trata de un momento impensado en el que una mujer corriente, sacudida en una inesperada deflagración de violencia, apuñala salvajemente a un desconocido a la vista de todo el mundo.

El hecho ocurre a los pocos minutos de comenzado el relato tras una escueta presentación del personaje. Cora Tannetti (Jessica Biel en una deslumbrante composición física) es presentada en breves trazos como una mujer de vida ordinaria, sometida a las minucias asfixiantes de las opresiones familiares de la rutina. Nuevamente, sí, un pueblo chico de la norteamerica profunda con sus secretos y mentiras. Una tarde de paseo familiar en la playa, Cora comienza a sufrir una suerte de extrañamiento con respecto a su entorno, y en un instante, de modo absolutamente irracional, apuñala repetidas veces a un extraño a la vista de todo el mundo; simplemente se para y se arroja sobre el extraño con el cuchillo con el cual pelaba una fruta para su hijo.

La sorpresa abre el relato con un reguero de sangre que desconcierta, y las reglas del policial de investigación, dada la evidencia de ese acto flagrante, cambian un poco al revertir los códigos usuales. Y es que aquí no se tratará de desarmar una maraña de sospechas para ver quién cometió el crimen en cuestión. No se tratará del clásico “¿quién lo hizo?”, sino, en cambio, del intento de iluminar los motivos por los cuales una persona de vida corriente podría repentinamente cometer un crimen atroz. El “¿quién lo hizo?” aquí no acepta dudas, el crimen fue perpetrado a pleno sol y a la vista de todos. Y Cora, incluso, se declara culpable ante el tribunal. Todo podría terminar en ese momento, el caso podría cerrarse y Cora ser condenada a cadena perpetua como dicta la ley, pero para Harry Ambroce (el detective interpretado por Bill Pullman) no se puede juzgar un acto semejante sin intentar entenderlo en el despliegue de una vida. Esa atrocidad no puede ser juzgada como un simple acto, en la sincronía reduccionista del presente, sino revisada en el transcurrir de una vida de la cual ese acto es apenas una manifestación parcial de una multiplicidad de avatares que lo hicieron posible.

Abuso, violencia, humillación

A partir de ese salvaje acto inaugural, el procedimiento de investigación llevado a cabo por Ambroce (también con sus secretos y oscuridades, aunque apenas desarrolladas) sirve de estructura para ir delineando el sórdido trayecto vital de Cora Tanetti. Nuevamente, no se trata de descubrir al culpable, sino de desentrañar los motivos que llevaron a una mujer como Cora a perpetrar semejante atrocidad. Y allí, lo que comienza a desenmarañarse, no es tanto una red conspirativa de poderes oscuros (aunque por momentos se sugiera), sino un trasfondo cotidiano en el que campean el abuso y otras formas de violencia y humillación naturalizadas. No hay en la intriga de The Sinner un juego de poderosos que actúan en las sombras para perpetuar sus lógicas de dominio, hay en su lugar una “maldad” que se manifiesta en la opresión de las estructuras familiares, en la devoción religiosa, en la lógica de abuso machista, e incluso en malas decisiones personales que confunden el cuidado con la destrucción y el amor con el terror. De lo que se habla es de la vida dañada sin medida ni atenuantes. De las vidas de Cora, Harry, y gran parte de la comparsa que los secunda. Las relaciones filiales se exhiben como determinantes. Y es que las madres y los padres de The Sinner son madres y padres terribles. Todo lo que dejan son vidas laceradas. Ninguno queda a salvo, ni en la locura ni en la confusión; los roles filiales tejen el basamento indescifrable de una barbarie del porvenir que podrá salir a la luz como estallido o simplemente hacerse carne en la frustración más ordinaria. La historia de The Sinner es sórdida y por momentos asfixiante, sobre todo por ponerse al ras de la vida dañada sin tapujos. Y si bien no deja de espectacularizar desde el estereotipo el dolor y la violencia (la madre devota religiosa que roza el arquetipo del villano diabólico, o el novio perverso casi también al borde de la caricatura), tales gestos no dejan de entenderse como metáforas propias de los códigos de género puestos en juego. La exageración aquí no deslegitima del todo lo dicho, sino que permite entrar en el género por sus propios medios. Sordidez, sí, y por momentos desbordada, remitiendo incluso a otras series como True Detective o la más reciente Sharp Object, y flirteando por eso con nuevos lugares comunes. Pero aquí es de celebrar que en el cierre se haga una relectura de ciertos lugares comunes para acercarlos a otras ideas de la maldad sin villanos. La maldad, finalmente, no será un hecho extraordinario sino un gesto cercano que confunde el cuidado con el daño hasta revelarse en el terror.

La propuesta fue presentada como miniserie (es la  adaptación de una novela agotada en esa primera temporada), pero dado el éxito, se planteó una segunda temporada. Este año, Harry Ambroce volvió con un nuevo caso, de características similares al de la primera, pero independiente de aquél. Otra historia articulada por el personaje del detective. Aquí, un niño de 13 años asesina sorpresivamente a sus padres. Estamos, claramente, en el mismo terreno. Pero el problema es que en esta segunda temporada el foco es desplazado desde el desarrollo de los personajes hacia las circunvalaciones caprichosas de la intriga. Permanentes giros sorpresivos, multiplicidad de intrigas paralelas, temas superpuestos sin plena justificación ni desarrollo, personajes expuestos apenas como piezas útiles de un relato sin compromiso dramático, y todo apuntando a sorpresas que acaban por tender hacia el tedio o, incluso, el absurdo. Sordidez, aquí, injustificada, instrumentalizada estrictamente para el impacto propio de una fórmula ya testeada pero que no funciona a toda costa. Hasta el personaje central, Ambroce, que en la primera temporada prometía desarrollos apenas esbozados en función de una complejidad latente, aquí es desplazado de toda articulación dramática. Sólo resalta, y apenas, Carrie Coon en el rol de Vera, (una de “las madres” del niño asesino), pero no del todo por méritos de esta serie, sino porque las reminiscencias de su papel en la maravillosa The Leftovers ya le otorga el plus dado por aquel personaje insuperable y entrañable.

 

Pecadoras y pecadores

Finalmente, la primera temporada es digna de verse y atrapa con recursos válidos, la segunda, por el contrario, muestra los hilos y convierte los hallazgos de la anterior en una (no tan) nueva fórmula que tiende a cansar. Pero sin embargo hay algo en su planteo, en el de ambas, que puede resonar legítimo y que atrae. El tema de la culpa emerge con cierta fuerza, incluso en la segunda, y se torna efectivo. Y es que las pecadoras y los pecadores de The Sinner no son estrictamente los criminales, sino que en cierta medida lo son todos. Y son pecadores porque son conscientes de una culpa que los convierte en tales. Culpa al fin de saberse dañados y de no de poder evitar propagar ese daño. Culpa de no ser libres para conjurar el mal, de no tener tiempo para hacerlo porque ese tiempo les fue negado desde la infancia. Pecadoras y pecadores que lo son en tanto y en cuanto la maldad misma, sea lo que sea pero aún así triunfante, ha establecido las reglas para perpetuarse en la banalidad de lo cotidiano.

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