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Leyes de pobres, la fiesta, las mentiras y el Estado

Los que apostaron a creer en la solidaridad intergeneracional y a quienes el Estado tiene que asistir por eventualidades coyunturales, reaparecen como perezosos, improductivos, inmorales, choriplaneros vagos. Los vividores de Estado.

Por Alejandro Marcó del Pont *

 

Con las “Leyes de Pobres” de Inglaterra, de 1834, se sometió a un grupo social a condiciones degradantes y crueles, inspirada en una ideología que consideraba al necesitado como un delincuente, vicioso, inútil. Las leyes hacían referencia a toda una serie de normas y prácticas que, conjuntamente, formaban un sistema de ayuda legal a los pobres ingleses financiado con impuestos. ¡Con mis impuestos!

En la actualidad, tanto en Argentina como en otros lugares, resulta que los pobres, los desempleados, los jubilados, los que aportaron impositivamente, los que apostaron a creer en la solidaridad intergeneracional y a quienes el Estado tiene que asistir por eventualidades coyunturales, reaparecen como perezosos, improductivos, inmorales, choriplaneros vagos. Los vividores de Estado.

A mediados del siglo XX el mundo había cambiado, y pasó de humillar a los pobres a tratar de devolver el orgullo a quienes por numerosas razones habían quedado relegados de las bondades del crecimiento económico hasta mediados de los setenta. Fue lo que se llamó el Estado del Bienestar. Pero de ahí en más se retomó la idea de desmontar el orden social de posguerra, condenar y estigmatizar a quien solicite la ayuda. Lo extraño, en la actualidad, es la aceptación social de la deshonra por la necesidad, y la reverencia a la opulencia.

A los receptores de la asistencia pública se los considerado como fracasados de la sociedad, en un periodo de desempleo creciente. Quien no tenga trabajo está estigmatizado. Desde los años 90, los grandes concentradores del ingreso nos han mostrado que pueden flexibilizar el empleo, bajar los salarios, imponer requisitos laborales inadmisibles, y bombardear la expansión de derechos en general y de género en particular.

Veamos un poco cómo se puede desmontar el Estado de Bienestar y degradar la ayuda pública, con falsos argumentos y consentimiento social. ¿Por qué imaginar que está mal aumentar el gasto público en pensiones, jubilaciones, subsidio u otra asistencia social, y no en la compra de armamento o el pago de intereses de deuda? ¿Se supone que matar multitudes o solventar a la banca es más provechoso que darle un mejor pasar en su vejez a un anciano?

 

Solo porque ya no es “productivo”.

El parlamento de Hungría votó en 2018 una ley que extiende de 250 a 400 horas extras al año que los empleadores pueden exigirle a los trabajadores a realizar, y su pago se puede diferir hasta 36 meses (3 años) para abonarlas. El gobierno húngaro supone que la medida es aceptable (de hecho el Parlamento la votó) argumentando escasez de mano de obra en el país, por la firme política antiinmigratoria. Esta norma se dio a llamar ley de la Esclavitud. Es como si el Estado hubiera dicho: “No dejo ingresar a personas que necesitan trabajar, pero puedo abusar de la población en virtud de cuidar a los ciudadanos (nativos) de los inmigrantes”. Solución poco imaginativa, pero regresivamente distributiva.

¿Llama la atención la palabra –esclavitud– en pleno siglo XXI? Bueno: existen 45,8 millones de hombres, mujeres, niños y niñas que están atrapados por la esclavitud moderna, según revela el Índice Global de Esclavitud (www.globalslaveryindex.org). El periodista Alex Tizon (nacido en Filipinas y que siendo niño se trasladó con su familia a Estados Unidos), quien fue ganador del premio Pulitzer, hizo una confesión en el texto titulado nada menos que “La esclava de mi familia”. Allí narra cómo una mujer filipina, bajo esa condición de servidumbre, atendió a la familia de Tizon durante 56 años, tanto en su país de origen como en Estados Unidos, desde 1943 hasta 1999. (www.bbc.com)

Seguramente es un problema de vocabulario. Quizás tengamos que recurrir a nuevas palabras para expresar esta insanía y nos entiendan, porque en realidad las preguntas siguen siendo las mismas. ¿Cómo aceptamos, moralmente, la explotación, la estigmatización y la continua ampliación de la desigualdad?

El mundo estuvo 150 años –un ejemplo en la vida de una persona lo describe Charles Dickens en uno de sus célebres libros a través de Oliver Twist, un huérfano que narra la humillación de la pobreza– hasta los años 60, tratando de desarmar la degradación que implicaba la miseria. Malcolm X, líder afronorteamericano contra el racismo, recuerda en sus memorias cómo los empleados sociales iban a su casa a “examinar” a su familia: “El cheque mensual de la ayuda era su salvoconducto. (…) Nosotros no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto a darnos paquetes de carne, sacos de patatas, y frutas y latas de toda clase de cosas, nuestra madre odiaba aceptarlo. Lo que comprendí más tarde es que mi madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por conservar su orgullo y el nuestro”. (“Algo va mal, Tony Judt”. Página 24).

Entre las dos guerras mundiales, gran parte del resto del mundo afrontó una serie de desastres sin precedentes que eran obra del ser humano. La Primera Guerra Mundial, la peor y más intensamente destructiva registrada hasta ese momento en la historia, fue seguida de epidemias, revoluciones, el fracaso y la quiebra de Estados, el desplome de monedas, y el desempleo a una escala nunca vista por los economistas tradicionales. Estos acontecimientos precipitaron la caída de la mayoría de las democracias del mundo hacia dictaduras autocráticas, o en Estados de partidos totalitarios de distinta índole que llevaron al globo a una Segunda Guerra Mundial incluso más destructiva que la primera.

El Estado empezó a dirigir la economía para garantizar los suministros de guerra, las necesidades de producción. La planificación estatal, con posterioridad, tuvo que intervenir para redireccionar la producción para la paz. Invirtió en la reconstrucción de los países y en la protección de las economías, subsidió y reguló las producciones y las innovaciones técnicas, etcétera.

“A la «clase media» educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita, atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo. (…) En esto consistía la «meritocracia»: en que, gracias al aporte del erario público, pudieran abrirse las instituciones de la élite a una masa de aspirantes. (“Algo va mal, Tony Judt”. Página 39).

En las tres décadas que siguieron a la guerra, economistas, políticos, comentaristas y ciudadanos coincidían en que un gasto público alto, administrado por las autoridades nacionales o locales con libertad suficiente para regular la vida económica a distintos niveles, era una buena política. A quienes no estaban de acuerdo se les consideraba curiosidades de un pasado olvidado –ideólogos irracionales que buscaban hacer realidad sus entelequias– o egoístas defensores del interés privado por encima del bienestar público. El mercado seguía ocupando su lugar, el Estado desempeñaba un papel.

“Así estamos condenados a confiar no sólo en personas que no conocemos hoy, sino en personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que mantenemos una compleja relación de interés mutuo. Si aumentamos los impuestos o emitimos un bono para costear un colegio en nuestro distrito, es muy posible que los principales beneficiarios sean otras personas (y sus hijos)” (“Algo va mal, Tony Judt”. Página 58). Personas que no conocemos serán merecedoras de provechos tales como servicio de trenes, investigación, ciencia médica, educación, seguridad social, gastos colectivos, subsidios, etcétera, etcétera.

¿Quiénes son esos otros? Son nuestros abuelos, a quienes les pidieron pasar el invierno con sobriedad, sin gastos, ajustando el cinturón que garantizaría una mejora a las futuras generaciones, o también nuestros padres, a quienes les exigieron sobrellevar los ajustes para un país mejor. Quizás seamos nosotros mismos, a quienes nos demandan austeridad para salir adelante. Aunque hasta ahora nadie vio los frutos de la abstinencia, de las penurias ni de las miserias. Pero un día pagamos nuevamente con ajustes por derrochar, despilfarrar, por vivir por encima de nuestras posibilidades. ¿Eso cuándo sucedió? Y los años de austeridad, ¿quién se los llevó? ¿Los otros, los que no conocemos, los hijos del vecino, los nietos del ferretero, en los que depositamos nuestra confianza y el pago de impuestos, fueron los que se llevaron los ahorros de los ajustes, de la austeridad, de las miserias?

No. Se los llevó el 1% de la población mundial que se queda con el 82% de la riqueza. Los mismos que ahora nos han metido en la cabeza que el gasto público es perverso, peligroso y desequilibrante. Que la intervención estatal y los derechos sociales son dádivas costosas de nuestros gravámenes.

Estamos peligrosamente retomando los códigos del año 1800, de aquéllas Leyes de Pobres, que derivaron en crisis, revueltas, guerras y miserias. La desigualdad es cada vez mayor y algunos, emisarios delegados de las desgracias, que creen que ser economista es ser simples ejecutores a sueldo de la desigualdad, nos dicen que es lo único que se puede hacer.

Esto no siempre fue así. Hay que encontrar otras palabras para dar respuesta a las mismas preguntas. No podemos transmitirles a nuestros hijos, como si fuera una batalla cultural perdida, que hay que rendir un culto al beneficio material, y despreciar al pobre, al sector público y a la solidaridad.

 

(*) Licenciado en economía y magister en relaciones internacionales (Universidad Nacional de La Plata). De vaconfirma.com.ar.

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