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Una instalación teatral intrusiva, sinuosa, potente y política

Con “Gioconda: viaje al interior de una mirada”, que se presenta en el Museo Macro hasta mediados de junio con entrada gratuita, el escritor, dramaturgo y director local Sebastián Villar Rojas se consagra como uno de los creadores más relevantes de su generación

GIOCONDA: VIAJE AL INTERIOR DE UNA MIRADA
Creación y dirección general: Sebastián Villar Rojas
Realización audiovisual: Cindi Beltramone
Actriz-performer: Rocío Muñoz Vergara
Sonido: Axel Wainschtein
Vestuario: Lorena Fenoglio
Escenografía: Germán Rodríguez Labarre
Sala: Museo Macro, Oroño y el río, martes, miércoles, viernes, sábados y domingos, a las 17.30, hasta 15 de junio. Entrada gratuita

“Vivo entre formas luminosas y vagas que no son aún la tiniebla”, escribió Jorge Luis Borges en su poema “Elogio de la sombra” y en la antesala de su ceguera. “Ver o no ver” pareciera remplazar metafóricamente a “…ser o no ser”, esa primera frase del monólogo o soliloquio de Hamlet, en la experiencia teatral-performática que propone Gioconda: viaje al interior de una mirada, que acaba de estrenar el talentoso creador local Sebastián Villar Rojas, en lo más alto de su producción a la fecha, al frente de un gran equipo integrado, entre otros, por la realizadora audiovisual Cindi Beltramone, en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (Macro), en coproducción con el Teatro Nacional Argentino-Teatro Cervantes (TNA-TC).

Esta instalación intrusiva en la que “habita” el espectador y cuyos destinos conduce en vivo la actriz y poeta sevillana no vidente Rocío Muñoz Vergara, que con su descomunal presencia escénica es motivo suficiente como para ver el espectáculo más allá del enorme caudal de aciertos que encierra el material, confirma una vieja teoría que ronda en el imaginario colectivo desde hace siglos: ver y mirar no son la misma cosa, y la discapacidad visual, paradójicamente, puede revelarse como un símbolo de claridad, sabiduría, sensibilidad, imaginación e inteligencia superiores y huelgan los ejemplos.

Todo surgió a partir de la idea de “robar” La Gioconda, de Leonardo da Vinci, como un acto de reparación histórica y como alguna vez, hace poco más de un siglo, lo hizo otro argentino, Eduardo de Valfierno, aunque con fines diferentes. Esa idea es, a primera vista, y entre otras cosas, una empresa delirante. Sin embargo, el arte necesita de esas ideas delirantes para poder producir algo diferente, algo cuyo destino final, incluso, se desconozca, como en este caso.

Después de una compleja tarea que implicó filmar los interiores del Museo del Louvre de manera clandestina, Villar Rojas y su equipo, autorización mediante, montaron una película de poco más de una hora que dialoga con el fenómeno vivo que crean una veintena de espectadores por función junto a Rocío Muñoz Vergara, quien acompaña ese recorrido a través de un relato en el que se mixturan los grandes hitos del arte universal que hoy abarrotan las paredes del Louvre, el museo más grande del mundo, con la literatura, la filosofía, la política y obviamente el teatro, en un tono deliberadamente revisionista y no exento de humor.

Bellamente estructurado en el espacio del séptimo piso del Macro donde imágenes a seis proyectores construyen y deconstruyen ese diálogo, el material está plagado de sorpresas.
Muñoz Vergara, de la mano del director, edifica la trama de un lenguaje propio e inusual (también canta) que es el nexo perfecto entre los diferentes planos de lenguaje que conviven dentro del material, donde se ponen en tensión de manera ingeniosa estrategias de un teatro más tradicional con otras propias de la performance y la instalación viviente, abrevando en una especie de cine 3D en vivo.

Pero Gioconda: viaje al interior de una mirada es mucho más que un dispositivo escénico que funciona de relojería, dado que la actriz, de forma muy orgánica, convive con los distintos planos de ese dispositivo y los potencia buscando la complicidad en la mirada del espectador.

Villar Rojas, como ya lo había hecho en El imperio de lo frágil, pone en tensión el valor del arte en relación con el imaginario colectivo del presente y en perspectiva, es decir en su proyección histórica, y se pregunta si es posible instalar un museo dentro de otro e incluso si la historia del arte es la suma de una serie de falsificaciones.

De este modo, el creador se cuestiona y cuestiona al visitante acerca de ese fetiche del arte universal que es La Gioconda y lo redimensiona a través de un recorrido por esos otros muros del Louvre donde conviven obras descomunales frente a las cuales La Gioconda debería resultar fútil, y casualmente o no, lo hace en el año en el que se cumplen 500 de la muerte de Da Vinci, pilar del renacimiento italiano.

Pero al mismo tiempo, el material ironiza acerca del objetivo primigenio del “robo”: esa empresa imposible es sólo posible a través de un proyecto artístico, lo que confirma que el arte (particularmente el teatro) o es un sueño imposible donde el salto es siempre al vacío y al riesgo permanente o no es nada.

Y esa es la excusa maravillosa para ir de Delacroix a Moliere, repasar de manera anárquica gran parte del capital del Museo Nacional de Francia desde la arqueología a la pintura y la escultura, en particular, haciendo foco en el gran desembarco de obra que integran colecciones que alguna vez pertenecieron a la monarquía francesa y que, tras la Revolución y Napoleón consagran al Louvre como la meca museística del mundo desde el siglo XIX, momento en el que se cristaliza su esplendor hasta el presente.

Y las preguntas siguen: esta forma de repensar a La Gioconda como una obra viva y latente en busca de nuevos sentidos que mantiene su status quo a base de flashes y miles de personas agolpadas frente a su supuesta fragilidad plantea, también, un guiño a la militancia de género y la supremacía masculina en los muros del Louvre y en el arte en general, y también al lenguaje inclusivo, a la contradicción como manifiesto político y, sobre todo lo demás, al desafío de completar con ideas e imaginación todo aquello que falta.

El director, como ya es habitual en su producción artística, confronta a los espectadores con un material plagado de ideas, de una inteligencia que va de lo sutil a lo superlativo y tras cartón a lo desbordante, donde “la muerte y la libertad se parecen” frente a lo majestuoso y fagocitante de ese museo al que busca reproducir a escala humana como lo hubiese hecho Le Corbusier con su Modulor, que no casualmente lo acerca a Da Vinci.

De La Balsa de la Medusa, el imponente óleo de Théodore Géricault, a “La Balsa” de Lito Nebbia, y del “mal presagio” que resulta el amarillo en el teatro (entre otros ámbitos y situaciones del presente) desde que Moliere interpretó El enfermo imaginario vestido de ese color pocos días antes de su muerte, el recorrido es sinuoso, potente, político, por momentos bizarro y en otros conmocionante, con una actriz-perfomer singularísima que pareciera recurrir a la alteridad para ser ella misma una versión de Mona Lisa que, como Alicia, invita a pasar a través del espejo para descubrir verdaderamente aquello que nadie sabe que existe o quiere ver.

 

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