Jorge Duarte (*)
«Golpear primero, negociar después», fue la consigna que resumió en buena medida la doctrina vandorista de la representación gremial. Nunca formalizada desde lo teórico por Augusto Timoteo Vandor, pero con una marca indeleble en la conducción cegetista, la premisa guió las acciones de las distintas conformaciones de la cúpula de Azopardo 802.
Pasó medio siglo hasta ahora que, sin saberlo, los moradores circunstanciales de «la casa de los trabajadores» esbozaron su caducidad. El propio Carlos Acuña sentenció resignado: «No sirve hacerle paro a este gobierno». Lo que subyace de esa frase es la imposibilidad de negociar después de un paro general. Toda una novedad y un desafío.
Es que la central obrera mayoritaria ya le hizo 4 paros (sin contar el del martes al que le sacó el cuerpo) a la gestión Cambiemos y varias movilizaciones multitudinarias. Sin embargo las condiciones en las que «dialoga» con la gestión nacional no se modificaron. Más bien se solidificaron y se entumecieron al calor de la crisis económica y social.
El inicio del cambio de paradigma se puede situar en 2012 cuando la por entonces CGT Azopardo entró en disputa con el gobierno de Cristina Fernández. Se sucedían las huelgas y las respuestas de la Rosada nunca llegaban como se esperaban desde la ortodoxia sindical. Más bien el gobierno de turno se ocupaba de hablarle a su base electoral ante cada paro. La CGT y los gremios del transporte detenían las actividades por Ganancias y CFK contestaba con el aumento del Salario Mínimo, para alimentar su filiación plebeya ante la avanzada de la aristocracia obrera.
En tiempos de grietas cada medida de fuerza termina siendo un caldo de cultivo fructífero en la relación de los oficialismos con sus electorados. La pelea sindical se desnaturaliza desde su interpretación en clave político-electoral, y las gestiones, en campaña permanente para significar lo que son y lo que no son, aprovechan el evento para profundizar la división y ubicar en quienes protestan la suma de todos los males (hasta la insólita acusación de hacer subir el riesgo país).
Ya en el macrismo, fase superior de la fractura social, directamente se obvió cualquier posibilidad de respuesta palpable ante un paro general de la CGT. Los funcionarios sólo atinan a tildar de kirchnerista a quienes se movilizan o vincularlos con «los 70 años de decadencia». Es casi la resignación a comunicarse con «los otros» y, adicionalmente, una afrenta ante actores que otrora fueran los administradores del humor social.
El desafío de la realidad política argentina donde, como bien dice Martín Rodríguez, «ya no se gobierna uniendo a los argentinos, sino con la etapa superior de la grieta» impone repensar la táctica sindical. Un paro cada tanto, en el marco de una central sin proyecto y en un contexto de dispersión, demuestra ser más insuficiente. De hecho, ese fracaso sistemático de los últimos siete años ya hace dudar de la propia herramienta gremial a quienes deberían tomarla como principal arma.
La impotencia que le provoca el cambio de paradigma a una generación que creció, maduró y se está retirando, hace emerger escenas bizarras: desde un octogenario dirigente (de los más importantes del país) que planteó en noviembre del año pasado el sala de reuniones de Azopardo que la huelga general había caído en desuso en el mundo; hasta el propio titular de la CGT descreyendo de los paros. Hechos sintomáticos que agigantan la desconfianza hacia su capacidad para resolver la encrucijada y que hacia abajo derraman en la fractura de su relación con los representados.
El panorama desolador cegetista contrasta con una serie de otros conflictos (menores) que se sostuvieron en el tiempo y obtuvieron resultados. Organizados, cohesionados y sistematizados. Tal vez es la demostración más cabal de que la nueva camada de dirigentes que empiezan a copar los sindicatos (muchas de ellas mujeres, por primera vez en la historia del sindicalismo vernáculo) deben repensarlo todo y ponerlo patas para arriba.
(*) infogremiales.com.ar