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Festival Anfibio. Día dos: pantallas y paisajes

Otra vez una sala colmada de gente expectante fue el contexto para el segundo encuentro de esta singular propuesta, que tuvo al mundo virtual y al mundo real como objeto de miradas y reflexiones de las figuras de la cultura convocadas para la ocasión

18.00 puntual. Si hay algo que caracteriza a este festival es la puntualidad. Por eso llego un rato antes, me siento en uno de los bancos que están en el patio interno del centro cultural y escucho: ¿Qué harías si tuvieras todo el dinero del mundo y la más alta tecnología a tu disposición? Mientras el parlante me ametralla con posibilidades que, claro está, no tienen nada que ver con la respuesta que ensayo, la voz que sobresale me impone una acción: invertirías tu fortuna en investigar cómo se detiene el envejecimiento. Sinfonía Big Data me deja con una respuesta que no era la mía, sino la del dueño de Google y con una duda: ¿es éste el tema de investigación más importante del mundo, en este momento? Para el dueño de una de las fortunas más grandes parece que sí. Me río internamente porque pienso en el título de la mesa que está por arrancar. Pantallas. Si hay algún motivo para no envejecer pareciera ser que es lucir joven y bello en los pequeños recuadros iluminados que muestran los dispositivos que facilitan nuestra conexión constante con las redes. E intuyo que con algo de eso me voy a encontrar en la charla.

La convivencia con pantallas

La música de la serie más popular de los últimos ocho años acompañó a Juan Manuel Fontana y al resto de los invitados a darle inicio al debate. Algoritmo fue la palabra que sobrevoló en toda la charla como una especie de fantasma macabro. Para Cristian Molina, el algoritmo no es más que un ejercicio de poder, una forma que tiene el ser humano de dominar y fomentar el consumo, que es en definitiva, algo humano también. El mayor riesgo, sin embargo, no es este sino el de que algún día el uso de los algoritmos sea digitado ciento por ciento por inteligencias artificiales. Pensar en esto estremeció a todo el auditorio, no porque no lo hayamos visto antes en las películas, sino porque Cristian lo plantea como una posibilidad fáctica. Un mundo dominado por pantallas, fuera de las pantallas.

Pero la pantalla no solo es inteligencia artificial, también puede funcionar como máscara ¿para protegerse del mundo o para sobrevivir en el mundo? Dice Paula que cuando ella cocina, puede tener en frente la cebolla, la tabla y el cuchillo y eso conlleva un comportamiento. Pero si, además, tiene una pantalla, en algún lugar de su pensamiento está presente la idea de que va ser observada por otros, que no están presentes, pero la miran. Aclara que esto no le sucede sólo en su trabajo, las acciones cotidianas están intervenidas por pantallas: el ocio, el trabajo, el placer hoy están condicionados por esta nueva forma de ser y de actuar en el mundo virtual. Para Pablo Makovsky, tal como lo muestran las ficciones futuristas, estamos duplicados: las personas que están en las redes no son las mismas que las de la vida real. Aunque la fuerza centrípeta con la que las pantallas absorben nuestro tiempo muchas veces nos llevan a desconocer los otros mundos que existen allá fuera. Rafael Cippolini estableció una categorización: lo real y lo virtual no existen. Para él esta separación es falsa: existen mundos digitales y mundos físicos, de átomos. Ninguno de los dos es menos real que el otro. Aunque, obviamente, difieren y mucho. Entonces: ¿dónde estamos cuando miramos el celular y nos abstraemos del espacio físico que estamos habitando con nuestro cuerpo? ¿Tiene sentido medir el tiempo que consumimos en las redes sociales?

La relación de los millenials y centenials, nativos digitales y gente del siglo pasado con las pantallas fue un tema que Eugenia Mitchelstein se encargó de desandar. Con el eje puesto en las redes sociales, la cuestión generacional se tornó motivo de cuchicheos, risas y, por momentos también, de pudor. Como el componente etario del auditorio trazaba un arco amplio en el tiempo, cada uno pudo reconocerse como un pibito de Instagram, una tía de Facebook, un negador de Snapchat o un intelectual de los de antes, es decir, de los que consumían y producían Blogs.

El análisis de las fotos enviadas por los panelistas permitió revelar algunas intimidades provocadas por la pantalla, sí. Pero fuera de ella. Allí, en vivo, vibrando con el cuerpo y la palabra física. En el mundo de los átomos. Así llegó el fin de la charla, la que se midió con tiempos de relojes analógicos y no con el de las de redes sociales. Se prendieron las luces. Offline.

Media hora que sirve para correr al baño, saludarse con amigos y conocidos, volver a hacer la cola, porque la gente quiere volver a sentirse interpelada. Quiere volver a pensar. Y no desiste.

Selfies y espejos

La segunda charla tenía, a simple vista, una temática extraña, o por lo menos un tanto anticuada si se la comparaba con lo moderna que resultaba la propuesta anterior. Más extraño fue que comenzara al ritmo de Selva de la Portuaria y que los participantes aparecieran en el escenario haciendo el famoso baile del “trencito” conducido por Cristián Alarcón. Si ensayamos una definición de provocadores, Alarcón es el ejemplo ilustrativo. Comandó una mesa que organizó de una manera bastante particular: la disposición de los sillones había cambiado notablemente. Por primera vez un sillón individual quedaba de espalda al auditorio y enfrentado a otro igual. Es para una sesión de análisis, bromeó el organizador. En un sillón de tres cuerpos se dispusieron como para ser retratados los provocados: Mónica Bernabé, Arturo Carrera, Hinde Pomeraniec, Paula Marull y Roberto Jacoby.

La dinámica de la presentación de fotos también varió respecto de las mesas anteriores: cuando la foto elegida por uno de los participantes aparecía en pantalla, estos debían ocupar “el sillón de las evocaciones” que los dejaba de espalda al público y de frente al paisaje. De frente a la confesión. No siempre eran fotos personales, hubo también fotografías de autor, pinturas, letras de canciones, poesías, fragmentos de textos. La dinámica mantuvo cautivo a un público que miraba expectante el paisaje de palabras que a partir de una propuesta de juego se hizo explícita: cada uno debía aportar una palabra, una frase pequeña para armar el paisaje de ese momento.

Todos los paisajes fueron abordados desde el juego: el paisaje del origen, el de la infancia, los artificiales, Rosario, los del infierno (diario, íntimo, cotidiano, social, histórico). ¿Es posible separar el paisaje interior del exterior? “Para establecer lo que llamamos paisaje tenemos que pensar qué cosas borramos para que se vuelva nuestro. Borrar incluso lo borrado” dijo Arturo Carreras para rematar poéticamente la noción que habían estado armando y desarmando en la mesa que encontró la forma de hacer de un tema extraño una maravilla para los sentidos.

La jornada cerró con la creación de un paisaje del momento, nuevamente. Pero esta vez hecho de selfies. Los que estaban arriba del escenario, debían apuntar sus cámaras parados de espalda al público. El público de espaldas al escenario. En lo que fue la sincronización más lograda de la jornada, miles de fotografías crearon el paisaje más curioso y participativo de los que fuimos capaces de pensar en esta hora y media. Las luces ya estaban prendidas y así permanecieron. Los paisajes quedaron en la memoria y en las redes.

Emprendo la retirada pensando que la organización temática de estas dos mesas es como un anverso y un reverso de la misma materia, del mismo telar. El paisaje y la pantalla. Lo íntimo y lo público. Si bien el paisaje es parte de lo que está allí, frente a los ojos de todos, de manera pública, la experiencia que conlleva es íntima, privada, personal. Si bien las pantallas absorben la mayor parte de las veces la intimidad de las personas, de los personajes, lo hace con el fin de hacerla pública: de compartirla en las redes, en las series, en los programas de televisión. En este sentido me queda la duda acerca de qué grado de intimidad podríamos atribuirle a esa selfie grupal que compartimos en el auditorio. Mientras camino nuevamente por fuera de la instalación de Sinfonía Big Data escucho a una chica que dice: “esto parece un laberinto de espejos”.

 

 

 

 

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