HAMLET
Autor: William Shakespeare
Versión y dirección: Ricardo arias
Asistencia de dirección: Eva Ricart
Actúan: Felipe Haidar, Gustavo Guirado, Claudia Schujman, Micael Genre-Bert, Sofía Sánchez
Sala: Espacio Bravo, Catamarca 3624, domingos a las 19
Hace frío en Dinamarca, algo huele a podrido como hace siglos, pero es Rosario. La fría medianoche en las puertas de Elsinor con la que abre Hamlet se hace presente, irrumpe en escena y se vuelve acontecimiento, entre pieles en desuso sobre las que los actores intentan metaforizar un pasado acerca de las lógicas de la tragedia clásica pero en el presente, sin escaparle al riesgo, al humor, al disparate e incluso al kitsch.
Hacer Shakespeare hoy es un desafío que va mucho más allá de un puñado de actores representando un texto. De hecho, la idea de representación va quedando a un lado en estos tiempos porque a partir de que en Shakespeare, donde cada generación encuentra lo que busca, quiere ver o transitar y es así como de manera inagotable se abren mundos desconocidos o poco habitados, sus obras requieren, al mismo tiempo, el regreso a lo clásico pero siempre desde una idea posible de vanguardia y de presente.
Conocedor de la obra de Shakespeare con algunas valiosas experiencias anteriores a partir del montaje de otras de sus tragedias, el actor, director y docente teatral local Ricardo Arias se para en lo más alto de su producción a la fecha con su profusa, bella, poética, desmesurada y políticamente incorrecta versión de Hamlet estrenada el último domingo en la ciudad, otra de las citas con el mejor teatro local, en una versión creada para cinco actores (el original requiere de más de una veintena de personajes), con dos horas 45 de duración y un intervalo.
Apelando a una adaptación que volvió permeable el original, sustentada en un elenco de una solides infrecuente en la escena rosarina, el material parte de un texto roto, abierto, intervenido, que coquetea con el distanciamiento, poniendo por momentos a los actores en una especie de limbo escénico donde, dejando de lado a los personajes y corriéndose de cualquier posibilidad de didactismo, acercan a los espectadores algunas herramientas para que luego la tragedia funcione y encuentre, en medio de esa elegida teatralidad lisérgica que se copia de sí misma en su afán de “arrastrar” y “ensuciar” el clásico llevándolo a un terreno más propio y local, los intersticios a través de los cuales poder filtrar los momentos esenciales de un texto cuya vigencia es, al mismo tiempo, una fuente de inspiración y disfrutable desafío que camina de principio a fin por el filo de un cuchillo.
Partiendo de la idea de que Hamlet le habla a su época que irremediablemente siempre es el presente, el joven príncipe regresa para volver a decir lo ya dicho respecto de la traición de su madre y su tío, ahora casados, que mataron a su padre, con los elementos fundantes de la tragedia clásica pero partiendo de un modo de narrarlos personalísimo, en un espacio escénico en el que conviven algunos signos dramáticos que les son propios en formas, colores y texturas, y otros que parecieran buscar parodiar la tradición.
En la producción de sentido que propone Arias tienen el mismo peso, tanto desde los objetos como desde el atractivo trabajo con el vestuario que en general surgió del aporte que hicieron los mismos actores y actrices además del director y su asistente durante la etapa de ensayos, una espada para el duelo final entre Hamlet y Laertes como el gatito de la fortuna que acompaña a Gertrudis, comprado en calle San Luis.
El gran logro está en que Arias atraviesa todas las tormentas del texto poniendo a sus actores ante grandes desafíos, rompiendo con cualquier posibilidad de representación porque en todos los tramos elige los recodos, escapándose de cualquier atisbo de actuación ilustrativa, y en todo momento confiando en una sinergia que los cinco actores mantienen en escena de principio a fin, aun cuando un intervalo de quince minutos en la mitad de la obra pareciera atentar contra ella.
De hecho, el gran acierto que tiene la propuesta es que los personajes aparecen con una potencia inusitada y están, en todo momento, produciendo ficción y sentido, acortando todas las distancias en términos de una posible dispersión dramática, una variable poética que una vez más pone a la enorme Claudia Schujman en un lugar de poder y presencia escénica que se ganó hace años en el teatro rosarino y con el que siempre vuelve a sorprender y a irradiar, esta vez junto a un descollante Gustavo Guirado, que como actor (también es un director notable) ratifica su lugar de compromiso con un teatro sin especulaciones.
Schujman compone a su Gertrudis, la reina, entre el empoderamiento y la fragilidad (algo que también pasa con Ofelia), a mitad de camino entre una visión clásica a la que aporta su imprescindible y desafiante desmesura y una reina escapada de una fantasía de Tim Burton, al tiempo que Guirado es Claudio pero también Polonio y el fantasma del padre de Hamlet, de los que entra y sale con una notable habilidad, una decisión que en el devenir dramático de la tragedia adquiere un sentido político determinante respecto del poder de la muerte dentro del relato.
Pero hay mucho más: Micael Genre-Bert aporta su dominante presencia escénica a un puñado de personajes, dentro de los cuales se destaca a la hora de dar vida a Laertes (hijo de Polonio y hermano de Ofelia), sobre todo por la pulsión sexual que desata a modo de triángulo entre Hamlet y su hermana, pero también es Horacio o el sepulturero, algo que consigue con mínimos cambios de vestuario y un manejo corporal y de la voz que lo posiciona entre los actores más destacados de la nueva generación. Y lo mismo pasa ya entrado el material con Sofía Sánchez, todo un hallazgo en su singularísima composición de Ofelia, que va de lo lánguido y romántico a lo punk, apelando a un contundente trabajo corporal. De todos modos, la entrega mayor aparece con Felipe Haidar, actor y director siempre corrido de sus lugares de comodidad, siempre jugado a un saludable riesgo, que tracciona en escena desde su imaginario para dar vida a un Hamlet del presente, con momentos de disparatada ironía y otros de dolorosa complejidad, jugado a poner en un literal primer plano la ambigüedad del personaje, algo que Shakespeare describe veladamente, donde conviven locura, deseo, desolación y venganza.
Al mismo tiempo, en ese corrimiento o desfasaje que en términos poéticos admite esta versión, la propuesta habla, como lo hace Hamlet, del teatro, de su mundo, de sus contradicciones, de sus paradojas, particularmente con la escena de “La Ratonera”, donde el teatro se mete dentro de sí mismo, algo que esta propuesta genera desde el comienzo, para evidenciar la traición y la mentira, instancia que en el presente adquiere un poder singular.
Es en esa mímesis donde este Hamlet se vuelve poderoso, abismado y fértil, y donde Arias termina de instalar una idea de ruptura con los modelos clásicos planteando un modelo propio y posible para esta geografía que dialoga con la historia del teatro local. Y lo hace de un modo que va de lo virtuoso a lo profano, de lo que existe a lo que se presume o se crea, donde la realidad y la verdad aparecen en los cuerpos de esos actores maravillosos que llenan de verdad un mundo de mentira, donde el resto siempre es silencio.