Esteban Guida
Fundación Pueblos del Sur (*)
Especial para El Ciudadano
Lo que pasó aquel 17 de octubre de 1945 significó el inicio de una nueva etapa en la vida política y social de la Argentina, cosa que indudablemente ha tenido (y tiene) un estricto correlato en las cuestiones económicas del país.
Algunos afirman que “el problema de la Argentina es el peronismo”. En rigor de verdad, el peronismo ha sido el problema para la Argentina que concebía y pretendía cierto interés extranjero, con anclaje en un sector minoritario pero económicamente muy poderoso, que ya se encontraba presente entre los comerciantes y contrabandistas radicados en Buenos Aires a principios del siglo XIX. Pero así como fue el problema para unos, resultó la liberación para un pueblo que, aunque derrotado en numerosas batallas, esperaba su momento para resurgir en un verdadero y autóctono movimiento nacional de liberación.
El hecho más significativo de aquella multitud en la Plaza de Mayo que acudía por su líder fue que por primera vez en la historia argentina un sector postergado en las decisiones políticas y económicas del país determinaba su futuro y el de su patria. No importa tanto el grado de espontaneidad de la manifestación, como el resultado de la misma. En aquella sala de la Casa Rosada, ante la pregunta del presidente Edelmiro Farrell: “Y ahora qué hacemos”, el coronel Juan Perón confiaba la respuesta al pueblo que él mismo había formado. El resultado de las elecciones libres y transparentes del año siguiente significó la confirmación democrática del deseo y la aspiración del pueblo de ser protagonista en la historia de su liberación política y económica.
El contexto internacional lo ameritaba. La Segunda Guerra Mundial estaba por terminar, y como había ocurrido después de la primera gran guerra, la elite pretendía volver a un esquema librecambista que había regido con contundencia después de la derrota de Juan Manuel de Rosas, en la batalla de Caseros (1852), e institucionalizada por la fuerza a partir de la presidencia de Bartolomé Mitre (1860).
Ese modelo implicaba instalar (por la fuerza de la violencia y el poder del dinero) un modelo colonial en el que la Argentina proveía a Gran Bretaña de productos agropecuarios y le compraba energía y productos industrializados. Pero no sólo eso, sino también implicaba numerosas concesiones y prebendas al capital británico en materia de finanzas, servicios públicos y negocios con el Estado, con la complicidad y el negociado de la dirigencia. Todo estaba dispuesto para que la Argentina sea un dominio más de la corona británica y el palacio exuberante de una pequeña oligarquía local.
Desde luego, este modelo no contemplaba ni consideraba la necesidad de millones de argentinos de trabajar y vivir dignamente; sus defensores sólo aspiraban a mantener el poder y los negocios que significaban el estrecho vínculo comercial y financiero con la metrópoli.
Pero esta alternativa no le daba respuesta de solución a los miles de trabajadores que se habían incorporado al trabajo gracias a la incipiente industria sustitutiva de importaciones, promovida durante los tres años de vigencia de un modelo de clara orientación nacional industrialista iniciado con el golpe militar de 1943.
Por lo tanto, la vuelta a un esquema librecambista, agropecuario y dependiente de los flujos financieros internacionales podía seguir enriqueciendo a la oligarquía terrateniente (ahora también financiera) pero no garantizaba la paz y el desarrollo con justicia social al conjunto de los argentinos. Así, la amenaza comunista que impulsaba la lucha de clases con una real amenaza de violencia y guerra civil hacía inexorable la instauración de un modelo que contenga e integre a los trabajadores, lo que sólo era posible mediante un esquema proteccionista, industrialista y autónomo, tal como lo hicieron los países que tenían capacidad política y económica para consolidar su crecimiento y acumular riqueza en pro del interés nacional.
Por lo tanto, el 17 de octubre de 1945 es la explicitación del poder real sobre el que se apoya Perón para continuar y profundizar el conjunto de transformaciones que se habían iniciado en 1943, tanto sea en materia económica como en las reivindicaciones políticas y sociales de las mayorías. Ello significaba también la organización de un poder suficiente para enfrenar a la oligarquía local, que se rehacía del ocaso británico al amparo del avance norteamericano con claras aspiraciones imperiales.
El cambio significaba mucho más que un proteccionismo económico. Implicaba también la toma de consciencia de una propia identidad cultural que, entre sus cualidades estratégicas, planteaba la necesidad de retornar a la unidad latinoamericana para volver a ser el mercado único que eran las Provincias Unidas del Río de la Plata antes de su fragmentación. Era la oportunidad histórica de integrar un mercado lo suficientemente grande, amalgamado por su cultura, su tierra y su vocación de libertad, en el que se pudiera desarrollar un modelo de acumulación industrial que posicionara a Suramérica como potencia económica mundial (sin pretensiones imperialistas, pero con el deseo de encarar un proceso de desarrollo basado en el bienestar popular y la justicia social).
El ejército para esa revolución pacífica eran claramente los trabajadores, que como en ninguna otra parte del mundo se organizaban en torno a una doctrina propia, simple, práctica, puramente cristiana y humanista, que impulsaba la interacción armónica de todos los sectores (no la lucha de clases) y se proyectaba al mundo como alternativa universal superadora al capitalismo individualista y el comunismo totalitario.
El esquema económico instaurado fue probadamente viable y de factible realización, aun sufriendo el gravoso bloqueo económico aplicado por Estados Unidos y Gran Bretaña, y la sequía de 1951/1952, que condicionó fuertemente la continuidad del modelo. Fue capaz de superar airosamente su propia crisis, sin necesidad de “sacrificar” a los más débiles, ni renunciar a un esquema de desarrollo económico, industrial y social.
El golpe del año 1955 no tuvo ningún argumento económico. Fue la irrupción forzada y antidemocrática de un sector que rechazaba la idea de un país políticamente soberano, económicamente independiente y socialmente justo. Porque en rigor pretendía volver a un esquema colonial y dependiente, despreciando al pueblo al punto tal de pretender desaparecerlo, junto a su conductor, sus símbolos y su doctrina.
Pero ese 17 de octubre no terminará jamás. La resistencia incansable de un pueblo que ya sabe lo que puede hacer impide que Argentina termine por ser una colonia como las que actualmente existen en el mundo, en las que los gobernantes enriquecidos son cómplices del sufrimiento y la exclusión de las masas para satisfacer los deseos inescrupulosos de la oligarquía mundial.
Si algunos todavía insisten en que el problema de la Argentina es el peronismo, puede ser entonces porque aquella puja todavía está; y porque seguramente existe la posibilidad de que el movimiento nacional vuelva a resurgir para instaurar una nación justa, libre y soberana.
(*) fundación@pueblosdelsur.org