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Modernización de la Justicia: juicio por jurados, mandato constitucional

Con un amplio consenso nuestra provincia inició hace años una profunda transformación tendiente a constitucionalizar y democratizar el sistema de justicia penal. Ello fue posible en base a un acuerdo político e institucional que se manifestó en dos momentos históricos relevantes

Por Daniel Erbetta / Director Departamento Derecho Penal y Criminología UNR

Con un amplio consenso nuestra provincia inició hace años una profunda transformación tendiente a constitucionalizar y democratizar el sistema de justicia penal. Ello fue posible en base a un acuerdo político e institucional que se manifestó en dos momentos históricos relevantes con gobiernos de distinto signo político y que involucró desde su gestación y hasta el presente a los gobiernos a cargo de Jorge Obeid, Hermes Binner, Antonio Bonfatti y Miguel Lifschitz. La actividad legislativa durante esos períodos fue decisiva y también cabe destacar el compromiso del Poder Judicial.

Apuntamos a desterrar una justicia dominada por una recurrente delegación funcional (constitutiva de la más grave lesión a la independencia judicial interna como garantía del ciudadano), una lógica exageradamente formalista y burocrática que colocó al expediente escrito como actor central y fuente de la cultura del trámite. Una estructura judicial heredada de la colonia y organizada en base a juzgados que, además de confundir los roles propios de las partes y la jurisdicción, exhibió una total ausencia de políticas de persecución penal estratégicas. Los resultados cuali/cuantitativos de ese modelo no fueron peores gracias al esfuerzo de jueces, funcionarios, empleados y abogados.

Derogamos el modelo normativo de tradición inquisitiva y adoptamos un modelo acusatorio (exigido por la Constitución Nacional), en base a un sistema de audiencias públicas y orales para todos los actos procesales (con la presencia inexcusable del juez y las partes bajo sanción de nulidad), una nítida separación entre las funciones jurisdiccionales y las de gerenciamiento (los jueces integran un colegio y se dedican full time a trabajar de jueces, mientras la organización y gestión está en manos de profesionales no abogados que dirigen las oficinas de gestión judicial), la eliminación del expediente escrito, la organización de un Ministerio Público de la Acusación autónomo y estructurado verticalmente en base a los principios de unidad de actuación y de objetividad y un Ministerio Público de la Defensa autónomo y altamente profesionalizado.

Hemos reivindicado aquella aspiración iluminista y pagado una parte de la deuda constitucional al recuperar una justicia pública y transparente. Es que el Poder Judicial forma parte de la estructura de gobierno de la sociedad; por ello, sus decisiones son actos políticos, actos de gobierno que, como tales, deben ser públicos, transparentes y racionales. Ello explica también que los problemas que antes quedaban bajo la alfombra ahora queden visibilizados.

A más de cinco años y medio de funcionamiento y a pesar de la magnitud de los cambios (no sólo normativos sino especialmente organizacionales y culturales), el balance es altamente positivo tanto en términos cualitativos como cuantitativos. No es este el lugar para dar cuenta fundadamente de esta afirmación. Obviamente existen problemas y asimetrías regionales que no pueden imputarse a cuenta de la reforma sino preponderantemente a múltiples prácticas distorsivas que demandan permanente capacitación de los operadores pero especialmente una coordinada conducción político institucional de la reforma, mucho monitoreo y control de gestión así como una evaluación gradual del avance y cumplimiento de los objetivos institucionales. La reforma debe ser consolidada y profundizada. Más aún si se repara en que la persistencia de una general crisis de legitimidad que erosiona la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes (que ha permitido a Rosanvallon caracterizar a la sociedad actual como la sociedad de la desconfianza) ha alcanzado también a la justicia.

Precisamente por ello, entre la realidad del proceso de reforma y la referida crisis de confianza se ubica la necesidad de favorecer mecanismos de participación ciudadana en un poder que, por ahora, se encuentra monopolizado por profesionales de la abogacía. Y es allí donde aparece la deuda aún pendiente con el reiterado mandato constitucional que exige operativamente la instauración del juicio por jurados populares.

No puedo abundar ahora sobre la dimensión democrática del jurado. Sí me permito afirmar que ya no quedan pretextos para ser cómplices del histórico incumplimiento con el mandato  constitucional. Las antiguas especulaciones (en el sentido de “idea o pensamiento no fundamentado formado sin atender a una base real”) sobre su conveniencia o no, de genealogía inquisitiva, ya han sido rebatidas por las más conspicuas plumas del pensamiento ilustrado; su contemporánea repetición (que el pueblo carece de idoneidad, que no está preparado, que es permeable a la presión mediática, que no cree en el jurado, etc.), ha quedado totalmente descalificada en la actualidad no sólo por la práctica e investigaciones empíricas de los países juradistas sino, de modo superlativo, por la propia experiencia de las provincias argentinas que ya implementaron el juicio por jurados. Como si fuera poco, los cuestionamientos de orden estrictamente jurídicos vinculados a la motivación de la sentencia o al derecho al recurso han quedado en los registros del pasado ante la contundencia de la doctrina judicial del TEDH (caso Taxquet vs. Bélgica, 2010), de la CIDH (caso VPC y VRP vs. Nicaragua, 2018) y de la CSJN (caso Canales, 2019). Ya no quedan excusas, más si se repara en el escaso impacto presupuestario de tamaña inversión republicana y democrática.

El 26/07/2018 la Cámara de Diputados de la provincia dio media sanción a una ley de juicio por jurados populares producto de un profundo debate y un amplio consenso político. Un proyecto que garantiza los mejores estándares del jurado clásico y que ha sido reconocido por los expertos por su calidad técnica e institucional. Su tratamiento en la Cámara de Senadores resulta imperioso dado que el 30 de noviembre pierde estado parlamentario.

Nuestra provincia se ha destacado durante años por su calidad institucional y la permanente articulación entre los poderes públicos, los partidos políticos y las instituciones. Tenemos la oportunidad histórica de dar un paso más en ese camino; la oportunidad histórica de adecuar completamente nuestra justicia penal al mandato constitucional, garantizando la natural participación del pueblo en ese trascendente acto de gobierno que es el ejercicio del poder punitivo, asegurar el principio de igualdad republicana, consolidar el sentido de la responsabilidad ciudadana, desmitificar el derecho y, especialmente, contar con un instrumento superlativo para neutralizar la amenaza de distorsión y burocratización del modelo acusatorio propio del Estado Constitucional de Derecho.

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