Por Irene Moszoro (*)
Como muchos sobrevivientes, mi abuela Ludmila guardó silencio por largos años sobre sus vivencias durante la Segunda Guerra Mundial. Sus hijos y nietos sabíamos que había sido encarcelada a los pocos meses de la invasión nazi a Polonia –su patria natal– y que luego de un tiempo en la prisión Montelupich (Cracovia), donde los alemanes mantenían a los presos políticos, fue enviada al campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau.
Hasta ahí llegaba todo nuestro conocimiento, además de algunas “anécdotas” a las que no les dábamos mayor importancia: sus reiteradas visitas a la habitación de los niños para “ver si respiraban” y su calvicie prematura, que ocultaba casi siempre bajo una peluca color castaño. Solamente durante las tórridas tardes del verano y en la intimidad del hogar podíamos ver su cabeza al natural, con unos pocos mechones de pelo gris plateado.
Cuando Ludmila tenía ya 82 años, alentada por las frecuentes preguntas de hijos y nietos (ahora pienso amargamente qué poca delicadeza tenía yo al intentar averiguar, sin mucha noción del tema) comenzó la difícil tarea de escribir sus Memorias (Ed. Dunken, Ed. 2001, 2004 y 2016).
Lo hizo en español, tal vez como otro filtro a través del cual tamizar aquello que, de todas formas, era inenarrable. Ludmila no quiso que el suyo fuera un relato pormenorizado de la barbarie y la degradación humana. “Abundan los testimonios –gráficos, audiovisuales de todo tipo y literarios– servidos a diario para el espanto de la gente”, afirma en el prólogo.
Por el contrario, su historia recupera el valor de pequeños detalles, la solidaridad capaz de aliviar las peores cargas y la defensa de la libertad que nada ni nadie puede quitarnos: la del espíritu.
Así describió mi Babcia (abuelita) el fin del cautiverio y la evacuación de Auschwitz. Lejos de una idílica “liberación”, fueron días y días de agotadora caminata bajo la vigilancia de los soldados nazis y transportes atestados de gente. En pleno invierno, con temperaturas muchas veces bajo cero.
“Pasado el día de Año Nuevo de 1945, el Ejército Ruso se acercaba cada vez más rápido a Cracovia. El campo de concentración de Auschwitz estaba siendo liquidado por los alemanes, quienes sacaban a la gente y destruían los documentos. Los convoyes con prisioneros eran dirigidos hacia Alemania”.
“El 18 de enero nos abastecieron de víveres. Habíamos preparado nuestras mochilas con lo poco que uno tenía (…) y temprano, por la tarde, nos formaron en una columna para marchar (…).
Al final, ya de noche, empezamos la caminata (…). Caminamos varios días y algunas noches. Nos ubicaban, a veces, para dormir en grandes graneros. Durante las caminatas, se hacían paradas cortas. Mucha gente no aguantaba el esfuerzo; se demoraba; se detenía o se sentaba al borde del camino: la fusilaban en un instante. Así, nuestro camino fue marcado por incontables cadáveres”.
Ludmila y las demás prisioneras fueron conducidas a través de Silesia a Ravensbrück en un tren de carga, de allí a Malchow (noreste de Alemania).
“En Malchow nos tocó padecer hambre de verdad. No había alimentos ni combustible en la cocina. Una vez por día trataban de darnos una taza, a veces media, de sopa o té caliente –que estaba apenas tibio–. En la sopa, unas hojas de verduras disecadas y mucha agua. Acompañaba una tajada fina de pan por día”.
A fines de marzo, el grupo fue conducido a bordo de un tren eléctrico (¡!) a Leipzig.
“El 14 de abril evacuaron a todo el contingente que se encontraba allí. Así, tanto nosotras, de Pflanzenzucht (sub-campo dependiente de Auschwitz), como Halina con su grupo de Maidanek, íbamos en una columna que contaba varios kilómetros de largo. Caminábamos por las tierras sajonas, cruzando ríos, cambiando rumbos. Seguíamos caminando… nadie sabía hacia dónde, con qué fin… a causa de qué…”.
“Todo el mundo esclavo de los alemanes caminaba: los cautivos sobrevivientes de innumerables campos de concentración, de trabajos forzosos, prisioneros de guerra, oficiales y suboficiales… (…) Caminábamos bajo el sol y la lluvia y dormíamos en el pasto, en el barro, al costado del camino”.
“El 27 o 28 de abril caminábamos unas dos mil mujeres (…) Los SS nos ubicaron, para pasar la noche, en un pajar en medio de una enorme campiña. A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, comprobamos la sorprendente ausencia de nuestros custodios: habían desaparecido. Las cadenas cayeron por sí solas; éramos libres”.
La inesperada libertad planteaba grandes incógnitas y divisiones dentro del grupo.
“¿Qué íbamos a hacer? ¿A dónde iríamos? Este ejército que se acercaba (el Ejército Rojo) era para nosotras sinónimo de opresión y sus promesas de libertad eran falsas y engañosas. Se abrió un debate. La situación política de Polonia, ya determinada por las Conferencias Internacionales de Yalta y Teherán, sin consentimiento del pueblo polaco, nos era conocida”.
“La tercera parte del territorio nacional –la parte oriental– con mi ciudad natal Lwów (Leópolis, hoy Ucrania), había sido incorporada a la URSS y en Varsovia, se había establecido un gobierno títere (…). Optamos por dirigirnos a Occidente”.
A 75 años de la evacuación de los campos de concentración nazis establecidos en territorio polaco, creo conveniente recuperar el testimonio de alguien que padeció el horror que tiñó el siglo XX de sangre y avergüenza hasta hoy a la humanidad.
La Segunda Guerra Mundial implicó la muerte de más de 50 millones de personas. Los totalitarismos nazi y soviético, responsables del inicio del conflicto, esclavizaron, ultrajaron y asesinaron pueblos enteros. Solamente en Polonia, 4 millones de personas fueron directamente masacradas, sin participar en combates.
Hoy el conflicto principal se centra en la Historia. Las nuevas generaciones acceden a la temática de la IIGM y el Holocausto principalmente a través de algunas películas y series, con el recorte y la banalización que eso conlleva.
Por otra parte, resulta muy conveniente para las potencias entonces involucradas, lavar su culpa histórica apelando a justificaciones, tergiversaciones de todo tipo y descargas de responsabilidad en terceros.
En este contexto, cada testimonio particular es una pieza indispensable en la construcción de una memoria histórica que brinde al menos la esperanza de no volver a atravesar una barbarie semejante.
Mi Babcia sobrevivió. Con una Fe a prueba de todo (algo que siempre me sorprendió: jamás se preguntaba “¿por qué a mí?” ni pedía explicaciones a Dios) y una voluntad admirable.
Madre de cuatro hijos a quienes educó con paciencia y ternura (pero también con estrictos valores), fue la abuela que nos enseñaba canciones y villancicos en polaco, nos recibía en su casa con meriendas abundantes y caramelos; siempre dispuesta a escucharnos.
Vivió 95 años y una vez me dijo que siempre había sentido que sería feliz “de grande”.
(*) Asistente del Cónsul Honorario de Polonia en Rosario (irenkamoszoro@hotmail.)