Por Mauro Federico / (Puenteaereodigital)
Cada vez que aterriza o despega en territorio bonaerense un avión proveniente o rumbo a un destino internacional, lo hace en el popularmente conocido aeropuerto internacional de Ezeiza. Sin embargo, esa denominación no es la que originariamente tuvo –y aún mantiene, aunque no muchos lo sepan– el que alguna vez fuera considerado “el aeródromo más grande del mundo”. El 30 de abril de 1949, el por entonces presidente Juan Domingo Perón realizó un asado con más de 400 trabajadores que habían participado de las obras de construcción de uno de los hangares principales. Allí, el primer mandatario, acompañado de su esposa, encabezó una especie de asamblea donde los propios obreros expresaron por aclamación su opinión respecto al nombre que debía llevar aquella obra monumental. Y Perón no desoyó ese mandato unánime: “El aeropuerto de Ezeiza, que de hoy en adelante se llamará Ministro Pistarini, y llevará esa denominación no por decisión del gobierno, lo que representaría un acto administrativo más, sino por decisión de los propios trabajadores que lo han construido, decisión popular que en nuestros tiempos, en esta nueva Argentina, tiene más valor que si el propio gobierno lo hubiera dispuesto”.
Decir que el teniente general Juan Pistarini fue ministro de Obras Públicas del primer gobierno peronista es un dato que no refleja cabalmente la magnitud de su obra. Este militar pampeano es responsable de la obra de infraestructura más importante y trascendente de la historia argentina. Durante su gestión –iniciada en 1944, dos años antes de la llegada del peronismo al poder– se construyeron centenares de rutas y caminos, miles de escuelas, centros de recreación y turismo, cuarteles, barrios, viviendas, parques y edificios emblemáticos. Amigo personal de Perón, a quien acompañó durante su formación militar tanto en las escuelas de Guerra de la Argentina, como en las europeas, Pistarini supo ganarse el respeto de los sectores populares. “Llueva o no llueva, la familia siempre come”, fue la frase que utilizó para justificar la derogación de la ley que disponía que el obrero cobrara el jornal siempre y cuando el clima le permitiera trabajar.
Tres semanas antes del fallecimiento de Evita, quien lo había apodado “el corazón del gobierno peronista”, Pistarini abandonó la función pública y volvió al llano, hasta el golpe del 16 de septiembre de 1955 que instauró la dictadura autoproclamada Revolución Libertadora. Horas después fue detenido y enviado al penal de Ushuaia, conocida como “la cárcel del Fin del Mundo”. Con su familia perseguida, sujeto a torturas morales e indignidades espirituales, negada su pensión de militar retirado, inhibidos sus pocos bienes y privado de asistencia médica, murió a los 74 años, el 29 de mayo de 1956.
Cada vez que Julio de Vido se mira en el espejo de la residencia de Zárate en la que cumple con prisión domiciliaria por decisión del Tribunal Oral Federal N° 7, el reflejo le devuelve la imagen de Pistarini, con quien siempre se sintió identificado, desde que ocupaba el estratégico ministerio de Planificación durante las gestiones de Néstor y Cristina Kirchner.
Al igual que Pistarini, De Vido ocupó una cartera que hizo de la obra pública su sello distintivo. Como funcionarios, ambos fueron leales a su líder y desempeñaron una tarea titánica en la construcción de viviendas, caminos, puentes, represas y una infinidad de inversiones con el objetivo de dinamizar la economía a partir de una fuerte participación del Estado. La parábola del destino en común colocó a los dos ex ministros en prisión gracias a gobiernos que –por la fuerza de las armas o por la prepotencia de sus campañas– persiguieron a quienes pensaban distinto y podían constituirse en referentes intelectuales y políticos de la oposición.
Debido proceso y presunción de inocencia
Si bien De Vido no es la única cara de la gestión kirchnerista que aún permanece privado de su libertad –también lo están Amado Boudou y Milagro Sala, entre otros ex funcionarios y dirigentes– su figura representa el modelo de gestión gubernamental perfectamente antagónico al que encarnaba el macrismo. Y como tal, fue epicentro de la mayor cantidad de dardos envenenados lanzados por los “adalides de la lucha contra la corrupción” que integraron el gobierno de Cambiemos. A falta del premio mayor que hubiera representado la detención de Cristina –a quien no solamente no pudieron encarcelar, sino que además resultó nuevamente electa por la mayoría del pueblo argentino–, la cabeza de De Vido fue el trofeo más preciado que pudo conseguir la banda del lawfare instalada en la Argentina desde fines de 2015.
Con la llegada del Frente de Todos a la Casa Rosada, muchos se ilusionaron con la posibilidad de que los detenidos por causas supuestamente armadas, fueran liberados. Sin embargo, nada de esto ocurrió. Apenas se morigeraron las condiciones de detención de algunos encausados que ni siquiera tienen condenas en primera instancia, pero no mucho más. La situación es de compleja resolución. La mayor parte de los detenidos están acusados en causas por corrupción, armadas con la colaboración de los servicios de inteligencia, corporaciones mediáticas y funcionarios judiciales, por lo cual la aplicación de un indulto presidencial se hace inviable, ya que los mismos presos se opondrían a una amnistía, forma directa de solucionar el conflicto en caso de definirlos como presos políticos. Lo que cabría en estos casos es una revisión de los expedientes, tarea que insumiría un largo derrotero judicial.
Esta revisión de causas entraría dentro de la consideración humanitaria de quienes plantean la liberación de los detenidos, solo si se les permitiera enfrentar ese proceso fuera de prisión. De este modo se le restaría argumentos a quienes sostienen que en la Argentina existen presos políticos. Si, como dijo el Jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, los privados de su libertad que participaron del gobierno kirchnerista están “detenidos de modo arbitrario”, entonces lo primero que debería hacer el sistema judicial es liberarlos hasta determinar si existen motivos para disponer su aprisionamiento.
Una amnistía es el último camino que Alberto Fernández debiera recorrer si pretende ser recordado como un presidente que respeta la independencia de poderes. Atacar a la Justicia de manera integral sólo fortalece el argumento de los que sostienen que el peronismo no respeta las decisiones judiciales. Lo deseable sería que las irregularidades palaciegas sean enmendadas dentro del propio Palacio, sin la intromisión del Ejecutivo, algo que tampoco es sencillo porque muchos integrantes de “la Familia” son parte del problema.
Curiosamente el sector que reclama justicia pidiendo que se encarcele a los que piensan distinto calificándolos de “corruptos” sin sostener esas acusaciones con el correspondiente cuadro probatorio, es el mismo que cuestiona al “régimen” de Nicolás Maduro por mantener detenidos a los opositores que consideran al gobierno del chavista como una “dictadura” opresora del pueblo venezolano.
Una sociedad más justa no es aquella que tiene más sospechosos presos, sino la que puede determinar con las reglas del debido proceso quiénes son merecedores del castigo y quiénes no. La presunción de inocencia es un principio inquebrantable de cualquier sistema democrático. Hasta que esa premisa no sea respetada, la Argentina continuará teniendo una democracia de baja intensidad en la que no se respetan los derechos humanos esenciales, ni las garantías de los ciudadanos.