Por Alejandro Wall / Tiempo Argentino
La muerte de Braian Toledo, tan absurda, rompió de dolor al deporte argentino. Una muerte joven siempre conmueve, pero conmueve más, tal vez, la muerte de un atleta joven que con su jabalina había logrado sacar de la pobreza a la familia, a su madre y a sus hermanos. Y a él mismo, que todavía buscaba superarse en la élite olímpica, para la que desde ahora, decía, iba tener la edad justa, el ingreso a la adultez. La historia de Braian, quebrada a los 26 años en un accidente con su moto, se relató por estas horas como el símbolo del talento y el esfuerzo, una muestra de que con ese talento y con ese esfuerzo se puede salir adelante. El deporte como salvador.
No sólo se lo ha relatado así a Braian. También se relata así a los miles de deportistas que rompieron la barrera de la desigualdad social, los que llegaron. El fútbol es un territorio vasto para esas historias, no como el lanzamiento de jabalina, una rareza en un país que durante casi siete décadas tuvo sólo tres finalistas olímpicos en atletismo. Por eso, de alguna manera, Braian también fue alguien que no llegó. Braian jugaba al fútbol, su primer deporte. Fue defensor en las infantiles de River hasta que tuvo que dejar a los diez años. Rosa, su mamá, no podía sostener los viajes. Apenas podía mantener la casilla en la que vivían en Marcos Paz, donde no había para comer, donde Braian llegó a dormir sobre un colchón que se humedecía en el piso.
Braian era tan consciente de que formaba parte del ejército de los chicos y chicas que la desigualdad dejaba en el camino que alguna vez le contó al periodista Guido Bercovich que ojalá hubiera tenido que dejar el fútbol por ser malo y no por el dinero. «Habría sido mucho más fácil dejar algo que te gusta», le dijo. De no ser por lo que vino después, Braian habría sido tal vez sólo una promesa de futbolista a la que la selección natural del fútbol había dejado en el camino. Un anónimo. Pero se cruzó con Gustavo Osorio, su entrenador. Y encontró la jabalina, que era como tirar piedras con los amigos.
No fue fácil y se cuenta poco esa historia. Braian no estaba inicialmente en la lista de la Confederación Argentina de Atletismo. Fue la Secretaría de Deportes, que entonces conducía Claudio Morresi, la que insistió en incluirlo apenas apareció en su radar. Todavía no existía el Enard, el Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo. Y hubo otros Braian Toledo, esos que no nacen herederos, que no ganaron medallas, que no salieron en los diarios, incluso a pesar de que el Estado también haya estado ahí. Eso tampoco se cuenta.
Braian se ganó su lugar con talento y mucho, muchísimo esfuerzo, nadie le regaló nada. Braian tuvo que luchar contra la violencia machista de un padre que abandonó a su madre y contra la violencia económica. También era consciente de esto. Y era consciente de que en su barrio, Martín Fierro, otros pibes y pibas iban a necesitar una mano para salir adelante. Por eso en las crónicas que lo recuerdan están sus donaciones a merenderos, sus regalos imprevistos para los chicos. «Un Papá Noel para los más humildes», lo llamó el periodista Julián Mozo. Graciela Gómez, del comedor Los Pepitos, en Merlo, cuenta que una vez llegó hasta ahí para ofrecer una mano. «El mundo no lo vamos a cambiar, pero nosotros queremos ayudar y él nos propuso construir un lugar grande. No llegó a verlo terminado», dice Graciela.
La historia de Braian es la historia de la desigualdad, un ejemplo de que la meritocracia es un mito. Nadie sale desde el mismo lugar, nadie lanza como lanzaba Braian desde el mismo lugar. El deporte no salva, lo que salva son políticas que equilibran esa desigualdad. El problema no es la falta de talento o la falta de esfuerzo: el problema es el sistema. Y en ese sistema, el Estado también es el que persigue a los pibes en los barrios. Y es, como paradoja fatal, el lomo de burro en el que Braian encontró la muerte: mal pintado, más alto de lo permitido, con mala señalización, lo que los vecinos denunciaban desde hacía una semana. El Estado nunca está ausente, la cuestión es cómo está presente.
«Braian tuvo que sufrir mucho para no convertir su vida en lo que el contexto le proponía: un tormento», escribió Martín Estévez en El Gráfico, una entrevista que publicó en 2016. Ese contexto no se modifica individualmente. En el deporte tampoco. Deberían saberlo los que se llenan la boca con el esfuerzo pero hablan de gasto público en lugar de inversión cuando se trata de becas. Durante los últimos cuatro años, y nada indica que vaya a cambiar en medio de la crisis económica, el Estado no cumplió con la Asignación Universal por Hijo en el Deporte, como indica una ley sancionada en 2015, un complemento de la AUH que hubiera permitido a chicos y chicas en edad de desarrollo poder realizar deportes. Porque hay miles de Braian que ni siquiera llegan a descubrir una jabalina. O que si la descubren, si sienten que pueden lanzar hasta el infinito y más allá, quizá tengan otras prioridades. Braian genera orgullo por lo que logró, pero no debería generar orgullo por lo que sufrió. Lo que debería generar es vergüenza.
Braian lo entendía tan así que él mismo se encargaba de que otros chicos pudieran tener lo que él no tuvo. Su humanidad era mucho más que sus medallas. Y sabía también que no alcanzaba. En el último tiempo, además de pensar en Tokio 2020, le decía a su gente más cercana que una vez que se retirara quería hacer algo más, que quizá ingresaba en la política, que necesitaba más herramientas para poder cambiar la vida de los suyos. Y los suyos eran los pibes como él.