Por César Bissutti*
La puesta del sol y la quietud de la noche me escalan la ansiedad mucho antes del coronavirus. Deben ser muchas las causas, algunas las sigo trabajando, otras todavía no las descubrí. Para los ansiosos como yo que les cuesta dormir, no importa cuán cansado estés, la coyuntura actual y el aislamiento social no ayudan.
A quienes sin ser claustrofóbicos la idea de no disponer de la libertad ambulatoria, de inmovilidad, nos genera desesperación. Haber quedado atrapado en un incendio o ver que cerraban para siempre el cajón que enterraba a papá no ayudó. Pero quién sabe, somos seres complejos y tal vez siempre me estuve preparando. Porque así de narcisista somos (soy), giramos alrededor de uno mismo. Una amiga me dijo: “Todo nos lleva al núcleo primario”. Y sí. ¿A vos todo esto por dónde te la pega?
Sin embargo esta vez es distinto, hay una especie de sosiego, supongo que es eso de saber que no sos el único, aunque antes tampoco lo fueras. Que la situación es colectiva.
El encierro per sé nos genera dolores y hay muchos de ustedes que los están registrando. La falta de abrazos, el aislamiento solos o con otras personas. Aunque sea con privilegios, el encierro es el encierro. Pero de verdad me preocupan algunas cosas. Esta es una columna de opinión y no pretendo abordar todos los ejes posibles. Pero: ¿De verdad? Vecinos con megáfonos vigilanteando por los balcones, denuncias anónimas y paranoia disciplinante. ¿Quiénes son los peligrosos? Porque siempre tiene que haberlos.
Hay quienes analizan estos hechos desde un plano astrológico, espiritual o como una especie de eco-equilibrio. Que el mundo “nos está haciendo pagar por haberle hecho daño”. Y si así fuera, si entonces somos los culpables. ¿No deberíamos hacernos cargo? Con el fin de los suplicios nosotros aceptamos la privación de libertad como forma de responsabilización social. “¡Que se pudran en sus casas!”, diría la Tierra. Y si la problemática es estructural. ¿El castigo individual no les hace ruido?
El dibujo que acompaña el texto es una frase que me dijo una chica trans detenida. Era la primera vez que caía y en la jerga tumbera “sapo” es el candado. Candados que en general son de metal, viejos, en muchos casos oxidados y muy pesados. Cuando llega el engome –encierro definitivo dentro de una celda de dos por tres metros en el mejor de los casos– el penitenciario cierra el chapón y pone el sapo. Un “clack” que hace una explosión de ruido y la acompaña mucho silencio.
El sapo avisa que se acabó, que las próximas horas, días, semanas y en algunos casos meses o años eso es todo. Con suerte la celda no estará hacinada, y podrá dormir sobre un camastro de metal o cemento, tal vez con un colchón o tirada en el piso. Esquivando las ratas y padeciendo el hambre. Y la experiencia me dice, que seguramente acompañada con malos tratos, prácticas degradantes y torturas. Resistiendo con su cuerpo y su mente la violencia que a nivel estructural e individual contra ella se ejerce. Generando estrategias de aguante, sobreviviendo contra políticas públicas que la dejan morir.
A ella el ruido del sapo le da nauseas, a mí, que ni siquiera encerrados se problematice el punitivismo, si a fin de cuentas “si estás adentro… seguramente, algo malo también hiciste”. Hoy el otro sos vos. O no, y es una buena oportunidad para replantearte tu percepción sobre el castigo.
* Integrante del programa Género, Sociedad y universidad de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y trabajador del Comité Contra la Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria