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Botellas al mar: tripulantes argentinos le escriben al periodista cordobés varado en un buque

El cordobés Dante Leguizamon, que partió en un crucero hacia Malvinas y nunca llegó a las islas ni pudo volver, se transformó en su encierro oceánico en un recopilador de historias de otros trabajadores navales que están por todo el mundo

Mi nombre es Dante Leguizamón. Tengo 45 años y soy un periodista en cautiverio en un barco Holandés.

Mientras escribo, tengo a mi lado la mochila que traje de viaje, esa mochila que desde hace días, me niego a desarmar.

El 8 de marzo pasado, subí al crucero Zaandam de la Empresa Holland America Line invitado por un amigo, trabajador de la firma. La idea era hacer una serie de informes sobre las islas Malvinas para los medios donde trabajo de la Universidad Nacional de Córdoba (fundada en 1613, la más antigua de Argentina). Hice esos informes el 12 de marzo y los envié, pero al igual que a muchas personas en el mundo, en los días siguientes me esperaba una pesadilla.

Inicialmente yo debía bajar en Chile el 21 de marzo, pero las fronteras se cerraron y a partir de entonces quedé en manos de esta empresa de bandera holandesa y capitales norteamericanos. Este relato es sólo uno más de los muchos que requieren atención en este contexto de pandemia, pero como periodista me he sentido obligado a comunicar y denunciar algunas de las cosas que he conocido y vivido en estos días.

Ocurre que, al hacer pública mi historia, he comenzado a recibir muchos mensajes de personas varadas en diferentes lugares del mundo contándome travesías y dolores. Entre esas personas (todos argentinos) hay muchos trabajadores de barcos que me contactan y me piden que haga conocer lo que ocurre en algunos cruceros. La mayoría me aclara que está “bajo contrato” y no puede decir todo lo que siente. Y aunque es cierto que otros no la están pasando tan mal como algunos, siento que mi obligación es, además de narrar lo que estoy viviendo, aprovechar este texto para contarles que en estos barcos han pasado y están pasando muchas cosas: me han contado por ejemplo de trabajadores que terminaron presos por negarse a atender a enfermos de coronavirus sin las medidas de protección correspondientes; me han narrado cuarentenas no controladas que se acercan a los 30 días ya y terminan siendo privaciones de la libertad encubiertas; me han narrado decenas de vuelos prometidos (y las ilusiones detrás de ellos) que no se concretan; me han contado de enfermos que no se denuncian y hasta de muertes en barcos que se conocen semanas después de que ocurrieron.

En el caso del barco Zaandam en el que viajábamos desde Chile hasta Miami, el capitán nos obligó a recorrer más 10 mil kilómetros sin que supieran qué hacer con nosotros. En ese trayecto, en la enfermería bajo la cual dormíamos algunos de nosotros se produjeron cuatro muertes y casi una veintena de contagios por coronavirus. Al llegar a Miami fuimos traspasados a otro barco, el Rotterdam, de la misma empresa, donde nos encontramos ahora junto a otros 10 argentinos. Cinco pasajeros, cinco músicos y yo.

Han pasado 42 días de esta travesía. Pasamos de una cabina a otra y ya no importa el tamaño porque todas son en definitiva una cárcel de la que no nos dejan salir. El nueve de abril mientras dormíamos, el Rotterdam levantó anclas y se fue dejando el puerto de Miami. Desde entonces damos vueltas por el mar en lugares cercanos a Bahamas sin rumbo cierto y –repito– sin información precisa del capitán sobre nuestro destino.

Ante la incertidumbre que esta situación generó, mi familia presentó un habeas corpus ante la Justicia federal de Córdoba, Argentina y varias instituciones se presentaron como amicus curiae para apoyarnos. Entre ellos quiero destacar a la Federación Argentina de Trabajadores de Prensa, a mis compañeros del gremio de Prensa de mi provincia de Córdoba, al Centro de Estudios Legales y Sociales, a la Universidad Nacional de Córdoba, a la Secretaría de Derechos Humanos de mi provincia y a la Liga Argentina por los Derechos del Hombre.

Por lo que he vivido junto a otros argentinos y por lo que me cuentan otros trabajadores es que me siento en la obligación de difundir lo que está pasando con nosotros y con otros. Mientras esté en cautiverio en este barco de bandera holandesa lo seguiré haciendo y también lo haré cuando regrese a casa.

Ayer, un trabajador argentino de otro barco que se encuentra en la otra punta del mundo, me escribió: “En la posibilidad de que ustedes vuelvan está también la esperanza de que volvamos nosotros”. Quizá sea así, no lo sé. Lo que sí sé es que aquí todos buscamos esperanzas (esperancitas).

Por eso me animo a hacer una reflexión que es también una denuncia. En este barco, pero también entre todos los desterrados que no están en su país, se percibe la presencia cada vez más creciente de un virus que también es invisible y que también puede matar. Es el virus de la angustia por no poder volver a casa.

Alguna vez leí que la postal del destierro son esas valijas que permanecen siempre armadas a la espera de la posibilidad de volver a la patria. Así está mi mochila, así están las valijas de todos los argentinos en el exterior.