Mariela Mulhall / Especial para El Ciudadano
Un grupo de niños juega en el pasillo de un barrio sin tiempo. Algunos de ellos detectan la intención y miran directo a la cámara Rolleiflex que los apunta justo a la altura de sus ojos.
El blanco y negro, la ropa y la ambientación delatan que se trata de una imagen de los años 50. La que dispara la cámara es Vivian Maier, una mujer que tal vez nunca imaginó que sus fotos cruzarían fronteras más allá de sus pasos.
Además de conmovernos, cuando hoy las miramos, nos invitan a recuperar la calle perdida.
El mundo a través de sus contrastes
En 2007, John Maloof descubrió un considerable lote de negativos en una subasta, hallazgo que lo impulsó a investigar quién era el autor o autora de esas películas.
En el transcurso de la pesquisa comprobó que se trataba de la producción de una fotógrafa aficionada que vivió entre 1926 y 2009. Lo asombroso fue descubrir que mientras ella recorría las calles de New York o Chicago y gatillaba a mansalva, rara vez revelaba.
El resultado fue una colección de 150 mil fotografías inéditas, la mayoría retratos callejeros que hoy en el mercado valen una fortuna. Los principales blancos de sus fotos fueron niños, ancianos, negros, canillitas, lustrabotas, lisiados, trabajadores, personajes excéntricos, señoras iluminadas por los escaparates.
Toda la vitalidad que desborda la calle que hoy añoramos. El ojo de Maier nos obliga a mirar lo que ella mira y a la vez nos empuja a un laberinto de segundas intenciones.
En ese territorio muestra el mundo a través de sus contrastes, las diferencias de clase, la humanidad. Con su cámara ataca sin pudor cada señal de lo trágico o lo grotesco.
Actos previos a la pandemia
Artistas callejeros y mendigos son a menudo protagonistas. Una pareja es capturada en plena acción en una vereda de Nueva York.
El hombre ensaya una pirueta con la cabeza apoyada sobre el piso mientras la mujer, despreocupada, mira un zapato que tiene en su mano y al parecer se sacó en un instante previo al click.
Como telón de fondo se observa el afiche de la película Striporama. Promocionada como “el gran show de las exóticas estrellas”, fue estrenada en 1953 con la participación de Bettie Page.
La escena transmite ternura y al mismo tiempo ironía. Una mujer baja del transporte público y se lleva la mano a la cara en un gesto semejante a arreglarse el cabello.
Detrás, el colectivo que abandonó se ve atestado de pasajeros. Algunos descienden, otros ascienden, como una monja que espera su turno cerca del cordón.
Se trata de un instante cotidiano de los tantos que extrañamos, aquellos actos previos a la pandemia: rozarnos sin preocupación, quejarnos del tumulto, andar con desenfado, taconear la vereda. El trajín del barrio no para y, sin embargo, se trata de un instante congelado en la imagen.
Al mirarla, tenemos la certeza de que son días que no volverán. La paradoja es que sentimos que siguen vivos.
Sobre todo por los juegos de los niños y el chismorreo entre los vecinos, un cuadro que nos lleva a preguntarnos sobre sus temas de conversación, la carestía de la vida, los chismes que corren por Manhattan o las últimas novedades en la tele como el inicio de la serie Bonanza, en septiembre de 1959.
En las fotos de Maier, los ancianos están en todas partes, recorren las calles y descansan en los bancos de las plazas con libertad de movimiento y de palabra.
Uno de ellos se siente interpelado por la fotógrafa. Lo denota el gesto captado con precisión. Por la mirada de desconfianza de su compañero, podría inducirse que ensaya algún chiste o comentario que no comparte.
Fuera de campo, el fondo sugiere un condominio suburbano y la gente sentada en el césped nos advierte que la instantánea fue tomada en una pausa laboral.
El corazón de la vereda se lleva casi todos los elogios La recorren sin pausa los caminantes rutinarios y también quienes buscan perderse entre el gentío porque sí.
Siempre es más fácil huir entre los demás. O convertirse en espía para atrapar los sueños que se pierden entre la bruma del otoño. Mientras tanto, ansiamos volver a extraviarnos en aquella urbanidad.
Una particular manera de reírse del mundo
No siempre el blanco de Maier fueron los otros. También nos deslumbran los autorretratos que reproducen su imagen en vidrieras y objetos, como si nos devolvieran su mirada de la vida en la calle y de sí misma.
En varias de esas fotografías ella aparece en una sombra fugaz, como si hubiera querido revelar su identidad al paso, apurada en la captura del momento preciso.
En otras hay ambigüedad y picardía, una particular manera de reírse del mundo. Una de ellas expone su figura proyectada sobre el césped y, a la altura del sexo, una llanta de automóvil la refleja.
Una colección de sus trabajos empezó a exhibirse en Buenos Aires el 6 de marzo de este año. Se trata de The Color Work, muestra que reúne copias realizadas a partir de dispositivas, por fuera del formato blanco y negro que la identifica.
La exposición fue organizada por Fototeca Latinoamericana (Fola) y podría visitarse hasta el 28 de junio. Como si fuera una chanza del destino y al igual que ocurrió con las calles del mundo, las imágenes sufrieron la restricción del aislamiento social obligatorio.
Tradición estética francesa
Por causas que todavía se discuten, Vivian Maier no dio a conocer su obra en vida. En torno a la difusión posterior existen fuertes controversias e inclusive una disputa judicial por la propiedad intelectual.
Aunque nació en Nueva York, su familia era oriunda de Francia, país con el que continuó manteniendo lazos. Algunos críticos compararon sus fotos con las de Robert Frank, Lisette Model, Hellen Levitt y Diane Arbus.
Y sus instantáneas no sólo se adelantaron al género del registro callejero, sino que continuaron la tradición estética francesa, tal vez cerca del surrealismo de Henri Cartier-Bresson.
Entre sus cualidades se pondera el encuadre, el tipo de composición clásica y la precisión para captar el instante. Desde que fue descubierta, se tejieron innumerables hipótesis sobre su vida de “niñera fotógrafa”, descalificación póstuma que recibió a menudo por parte de la prensa.
La falta de información sobre cómo fueron sus días alimentó el misterio y su aparente desinterés por trascender subió la cotización de sus colecciones. En la actualidad, la autorización para usar una foto suya cuesta miles de dólares.