Alejandro Guerrero
Tuve el raro privilegio de jugar contra él. Fue en el año 1977 o 1978. El Trinche ya era ídolo y estaba atravesando su última etapa en el Charrúa. Yo era un pibe cualquiera, que había vuelto a Rosario a estudiar Educación Física. Pascual Benedetto era en ese momento preparador físico de Central Córdoba y también profesor de la materia Fútbol en el profesorado que yo cursaba.
Ese contacto permitió que se armara un partido desafío, entre los jóvenes alumnos de esa cátedra y los viejos repatriados de ese equipo de barrio Tablada. Yo no era todavía alumno de esa materia, que se dictaba en tercer año, pero como Pascual quería asegurarse un buen equipo amplió la convocatoria a todo el profesorado y ahí fui a probarme, con mi bolsito, sin que nadie me llamara. En esa época ni botines tenía. Tuve suerte y quedé entre los elegidos.
El partido se hizo una tarde de otoño, después de una práctica en el Gabino Sosa y si bien no fui parte del equipo que arrancó en el primer tiempo porque en ese puesto (8 o carrilero por derecha, como le dicen ahora) ya estaba Cecotti, un pibe que jugaba en Newell’s, en el recambio del segundo tiempo me tocó entrar. Y ahí lo vi de cerquita al Trinche.
El tipo siempre paradito en la mitad de la cancha sin desplazarse demasiado; de tranco largo y andar cansino, como una especie de Checho Batista pero con la habilidad y el panorama de cancha de Maradona. Creo que más parecido a Fernando Redondo o a Riquelme. Ese día entendí a qué le llaman realmente «llevarla atada».
Nos ganaron con la complicidad del árbitro. Pero quién me quita el recuerdo de lo jugado.
Años después me tocó reencontrarlo como reportero gráfico en unas cuantas notas personales, pero nunca le dije nada sobre aquel partido. Ahí conocí al otro Trinche, el sencillo, el humano. El que pudo pero nunca quiso. Ese que prefirió siempre y ante todo compartir un simple asado y un vino con sus amigos. Hasta siempre Trinche. Yo tuve la suerte de verte jugar.