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Los anticuarentena no son sólo irresponsables: disputan el sentido de la palabra libertad

Una reedición de los empeños por apoderarse de las palabras que no es semántica sino política. La pandemia desnuda la imposibilidad del mercado de gestionar una crisis, y esa evidencia es resistida tanto como la trascendencia de lo público y lo colectivo en estos días
Por Marina Iraolagoitia*

La semana que pasó asistimos (visualmente) con perplejidad a una serie de operaciones mediáticas en torno a la idea de que el aislamiento social preventivo y obligatorio, más conocido como cuarentena, es o sería una suerte de emergente o indicador de que nos encontramos ante un modelo de Estado totalitario.

“Gente de bien”, aturdidos, una vez más, por la falta de democracia, se movilizó con barbijos, alcohol en gel y distanciamiento social en nombre de la República y los derechos individuales. Se nombró indefectiblemente a José Stalin, a Fidel Castro, a la archi repetida Venezuela, al comunismo.

Para ser más claros: una determinada clase social esgrime una serie de argumentos –algunos rayando lo bizarro– en los cuales entra a jugarse una idea de libertad bastante particular. Una idea con fuertes componentes de eso que llamamos neoliberalismo.

Porque es un hecho que, pese a que hemos cambiado de gobierno nacional, que afortunadamente tenemos de nuevo un Ministerio de Salud y que se han desplegado una serie de políticas públicas que marcan una diferencia acerca de cómo se piensa lo público estatal, sería necio soslayar que el neoliberalismo como ethos, como contrato social fundante de nuestras sociedades “naturalmente desiguales” está intacto.

Y estas marchas lo demuestran.

En los últimos años, asistimos a una campaña de desprestigio de lo público estatal. No fue la primera vez. Tuvimos el primer empujón al abismo neoliberal con el golpe cívico militar de 1976. A fuerza de violencia, desapariciones, torturas y secuestros, se incubó un huevo de serpiente cuyo efecto social se apreció con el tiempo.

La economía es el método, el objetivo es cambiar el corazón y el alma, dijo Margareth Teatcher. Por entonces, la libertad tenía claramente un valor diferente al de la marcha de la semana pasada.

Pero sigamos. Como supimos ver con posterioridad, ese golpe de 1976 no era sólo para la implementación de un modelo económico. Ese suelo abonado, más una acérrima militancia antinacional, una suerte de “desmalvinización” de la sociedad, asociando lo nacional a lo militar, posibilitó con algunas metamorfosis una reedición neoliberal en la década de 1990. Esos años de las Ferrari Testa Rosa se comenzó, además, a vaciar de contenido, real y simbólico al conjunto de políticas sociales que fueron centrales en la vida de la mayoría de nuestros compatriotas. En nombre de la eficacia, la eficiencia, la descentralización y el gerenciamiento (porque además tuvimos que aprender un nuevo
lenguaje en donde la política abrazaba con evidencia obscena a la racionalidad empresarial), se desmantelaron los últimos visos de políticas sociales universales que habían destacado al país en América latina.

Minimalismo. Nada de lo que deba estar en manos del Estado, quedara en manos del Estado dijo en un lapsus un funcionario de la época. Las escuelas nacionales pasaron a las provincias sin la compañía del presupuesto correspondiente, se remataron las joyas de la abuela, el sistema de jubilaciones dejó de ser solidario (recordemos los eslóganes de las publicidades de la época que exaltaban los beneficios de ser uno mismo el gerente de su futuro) y se festejaba con pizza y champagne.

Épocas de relaciones carnales, de estar en el mundo. Éramos libres para comprar dólares, consumir en cuotas y viajar a Miami a seguir consumiendo. Por ese entonces se empezó a usar un latiguillo recurrente en torno a las políticas asistenciales: ser la ambulancia de la política económica. Es decir, que además de subsidiaria y focalizada, la asistencia social era para aquel que no había resuelto su destino ni el de quienes le rodeaban, pese a tener todo para hacerlo.

Unos eran libres de irse a Disney y otros no. Pero no porque vivimos en una sociedad racializada y por ende desigual (¡¡Argentina no es racista, válgame dios!!), sino porque no habían jugado correctamente sus cartas en el truco de esta nueva sociedad de libres y desiguales.

Con evidencia, el Estado como encarnación del ethos neoliberal nos enseñaba que todo dependía de nosotros mismos. Y como sociedad, comenzamos a agregarle a los ya consabidos adjetivos de “negros”, “cabezas” y “vagos” los primeros indicios de ese credo del huevo de serpiente que se repite como loro y que reza: si los pobres son pobres es
porque libremente eligieron serlo.

Es decir, no bastaba que Mirtha Legrand o Susana Giménez militaran moralmente por TV el sentido político de este proyecto de sociedad. Era el propio Estado el que decía que lo asistencial era para quienes, pese a todas las
oportunidades que ofrece el libre mercado, no quieren ser como nosotros. Y para rematar con un moño, que esa porción mínima del presupuesto era un gasto, palabra prohibida en esa época. Una porción de la sociedad blanca trabajadora y aspiracional debía con sus impuestos mantener a la otra parte, negra vaga y grasa. Hablame de grieta.

A finales de los 90, hubo resistencias, piquetes, ollas populares. El “hedor de América” se hacía sentir en las rutas, en las asambleas. De golpe, aparecieron por todas partes los negros, los indios, piqueteros (renombrados contemporáneamente planeros) emergiendo como actor social marcando con su presencia una reinauguración de la disputa de su lugar en la agenda pública.

El ascenso en 2003 de un modo “populista” de gestión de lo público estatal, a través del conjunto de sus políticas públicas, abre un nuevo capítulo de acumulación política en favor de las grandes mayorías. Fuimos muchos, somos
muchos quienes vimos en el campo de lo público estatal el ámbito en donde disputar el sentido simbólico de la sociedad que anhelamos. No obstante, esto es algo sobre lo que debemos debatir y mucho, porque sienta y sentó las bases para el juego presente pasado del credo neoliberal y su recurrencia en nuestra historia: la asistencia social (y
por ende todo el conjunto de políticas públicas) es sólo para los pobres.

Si el acceso a un conjunto de políticas publico estatales tiene como condición la demostración de ser portador de un estigma, en este caso, la pobreza, hay un punto que no sólo no pudimos deconstruir políticamente ese sentido, sino que fue algo que abono ese a discurso que dice que la mitad blanca mantiene a la mitad negra, a la mitad india, a la mitad vaga.

Cambiemos fue para muchos la cristalización del modelo neoliberal en el país. No caben dudas. Quizás, ubicar ese proyecto político como “el” estandarte del neoliberalismo en la Argentina nos hizo perder de vista ese sentido de su ethos, que posibilitó anticipadamente su ascenso al poder. Un ethos, porque no es sólo una gestión de gobierno, como pudo haber sido el macrismo, sino porque fue y es antes que nada un modo de pensar la sociedad, lo político, lo nacional, la otredad. Y ha calado profundamente en el sentido común de la sociedad.

¿Qué libertad se reclama? Si la libertad que se declama, que se reclama, que se disputa, es esa que dice que puedo hacer lo que quiera incluso poniendo en riesgo a la mayoría de la sociedad (fundamentalmente a los adultos mayores y a quienes por razones de pobreza estructural serán blanco inevitable de este virus), a riesgo de sonar alarmista, es una demostración de la constancia de lo profundo que ese credo penetró, con sus capilares discursivos, en la mesa de los argentinos y de gran parte de occidente, proponiendo un contrato social en donde la desigualdad pasa a ser algo del orden de lo natural.

Una cosa natural, tanto como si te toca morir de una “gripecinha”, como dijo el presidente de Brasil Jair Bolsonaro.

No dejemos de disputar el sentido de la palabra libertad, ya que en esa disputa subyace una más profunda, insoslayable, y es sobre la sociedad en la que queremos vivir.

*Licenciada en Trabajo Social – Colegio de Profesionales de Trabajo Social 2da Circunscripción.

 

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