Cuarenta y nueve años se cumplen de la muerte del escritor y dramaturgo Germán Rozenmacher; un terrible accidente en Mar del Plata acabó con su vida y la de su pequeño hijo de cinco años.
Él también era joven, apenas tenía 35 y ya venía pelando fuerte en el terreno literario, sobre todo con el que sería su relato más recordado no sólo a partir de su contenido sino de su título, todo un capital simbólico en la vida socio-política argentina.
En efecto, Cabecita negra, que es a la vez el título de un compendio de cuentos y el título de uno de ellos alude a las huestes de desclasados que asolaron el centro porteño pidiendo por el general Perón, a quien habían encarcelado en Martín García sus colegas militares con quienes formaba gobierno desde la Secretaría de Trabajo.
Rozenmacher había escrito otro libro de cuentos Los ojos del tigre y era el autor de varias piezas teatrales, entre ellas una adaptación de El lazarillo de Tormes y junto a un trío de talentos como Carlos Somigliana, Tito Cossa y Ricardo Talesnik escribió El avión negro, que presagiaba, según una colecta de rumores, el regreso de Perón al país desde el exilio.
Irracionalidad y odio visceral
Desde la literatura, Rozenmacher fue quizás quien más nítidamente dio cuenta de la irracionalidad y el odio visceral que carga buena parte de la clase media argentina y que despliega, en cualquier oportunidad que se le cruce, contra los sectores más postergados, menos favorecidos, los humillados, los excluidos de este sistema impiadoso a los que sólo algunos gobiernos intentaron dignificar sin conseguirlo del todo.
Hay una mentalidad que fue conformándose en ciertos sectores de la clase media, tal vez surgida de una parte de los aluviones inmigratorios, que pugnaban por diferenciarse del criollo o el mestizo o el “negro del interior”, y fogoneada hasta la procacidad por la autodenominada aristocracia nativa que ya durante el gobierno yrigoyenista vio en ese escalón social un poquito más acomodado un dique de contención para sostener sus privilegios y explotación de los de más abajo y de esos mismos crédulos que fantaseaban con emularlos pero que nunca serían invitados a sus fiestas.
En casi todos los cuentos de Rozenmacher hay algo de esto; algo que late con fiereza sobre los desarraigados, un rechazo, una imposibilidad de relación, obturada siempre por mezquinos intereses, que nunca quedan demasiado claros y envuelven los hechos con una pátina entre absurda y trágica.
En “El gato dorado”, otro de sus cuentos, Rozenmacher describe la decadencia de una forma de vida de judíos inmigrantes que no terminan de adaptarse en Argentina; se trata de gente que parece vivir en otro siglo y que nada de lo que ocurre alrededor obra como motivación para que desarrollen sus vidas.
“Raíces”, una nouvelle, que integra su segundo libro de relatos, está ambientada en la salteña Tartagal, en la frontera con Bolivia.
Allí Rozenmacher narra la vida de los dueños de un boliche (especie de almacén y despacho de bebidas de la época), también inmigrantes, que viven una serie de equívocos persiguiendo acumular dinero como único aliento para sus vidas grises.
Sin embargo el autor deja una puerta abierta en el personaje del hijo de los inmigrantes, quien intentará romper esa falsa existencia fundada en valores materiales de sus padres sintiendo que hay otros modos posibles para una integración verdadera con el entorno.
En una entrevista luego del repentino rebote que había tenido Cabecita negra, Rozenmacher dijo que en “Raíces” había algunos sesgos autobiográficos, sobre todo en la relación que él mismo había tenido con sus padres.
La realidad partiendo de cero
“Creo que la experiencia de presenciar, de percibir el mal funcionamiento de las relaciones humanas, de las diferentes clases es lo que a mí me permite escribir sobre esos. Si se está atento es como redescubrir la realidad partiendo de cero”, le había dicho en una oportunidad a Jorge Álvarez, el mítico editor porteño que publicó una segunda edición de los seis cuentos de Cabecita negra, apenas lanzada su también legendaria editorial.
A tono con la ebullición de la época –los sesenta–, a Rozenmacher le habían ofrecido la posibilidad de editar su libro en Alemania sin que finalmente se concretara.
Al editor alemán, que le había preguntado qué buscaba con su narrativa, le dijo durante una conversación telefónica que sólo “dar fe de lo que vemos”.
Varios son los pasajes en “Cabecita negra”, el cuento, sobre la inmundicia de la clase media a través de la visión de su protagonista, el señor Lanari, que tal vez haya sido la misma que tuvo el autor cuando quince años antes contempló a los desahuciados lavándose las patas en la fuente frente a la Casa Rosada. Escribe Rozenmacher en “Cabecita negra”: “El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia”.
Surgido de un seno judío religioso, Rozenmacher fue parte de un grupo de intelectuales –escritores, periodistas, dramaturgos, cineastas– que tomó posición luego del golpe del 55 para defender los intereses de las clases populares y lo hizo fundamentalmente desde la creación literaria y la práctica periodística, cuidando de no ser vulnerable frente a lo panfletario o al llamado realismo social, que muchas veces entorpecen la eficacia de la imaginación y la memoria para tratar lo insufrible de la realidad.
En 1968 visitó las Islas Malvinas –dicen que fue el primer periodista en hacerlo– a propósito de un hecho con mucha repercusión: el desvío de un avión de Aerolíneas Argentinas al archipiélago por un grupo de jóvenes de la resistencia peronista, conocido como “Operativo Cóndor” para exigir al gobernador inglés la devolución de ese territorio.
Paisaje de relaciones ya dañado
Las lecturas e interpretaciones del relato “Cabecita negra” fueron disímiles. Algunos creyeron ver el otro lado de “Casa tomada”, el magnífico relato de Cortázar, y hasta señalaron una frase textual: “La casa estaba tomada”. Pero aunque esa frase exista, nada hay en ese relato que dispute el lugar opuesto en el del autor de Rayuela.
En “Cabecita negra” la irrupción de las “clases bajas”, “los negros”, “la chusma” son ya una realidad de la época y han llegado para dar vuelta los hábitos de esa burguesía media que se olvida hasta de dónde surgió y que se siente “violada” por esos seres oscuros, y a los que la policía o el ejército, la fuerzas del orden, deben aplastar.
La seguridad del señor Lanari –esa sensación viscosa de que hay bienes materiales como la propiedad privada que mantienen a salvo a sus dueños– está en riesgo; su mentalidad clasista sufre el mayor de los pavores cuando experimenta que esos “negros” pueden arruinarle la vida y su calidad de propietario se ve amenazada.
El desamparo y la impotencia del señor Lanari irán creciendo hasta límites insospechables mientras su mente discurre acerca de la repulsión que le causan esos dos seres de piel oscura.
Relato rítmico, que orilla lo fantástico sin que de señal de algún elemento de esa índole, Rozenmacher traza en “Cabecita negra” un paisaje de relaciones ya dañado por el veneno visceral que corre por las venas de personajes como el señor Lanari, incapaz de ver en el otro distinto a un semejante.
El clasismo y el racismo tienen en las pocas páginas del cuento una exacerbación voluptuosa, una pátina indisoluble con que está manchada la sociedad argentina.
Hoy, cuando en medio del ataque furibundo de un virus de alta letalidad, puede verse como ciertos sectores «anticuarentena» imponen su incredulidad, negación y desprecio por la vida de los otros, un relato como “Cabecita negra” cobra una insustituible actualidad.