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Desarrollo y ambiente: cuando el dilema de la contradicción, a veces, es falso

El autor de esta nota, quien dirige un centro de estudios en el ámbito del ministerio de Desarrollo Productivo de la Nación, se mete de lleno en el debate generado por el proyecto para exportar carne porcina a China. ¿Es posible conciliar sus ventajas y potenciales riesgos?

Daniel Schteingart (*)

En las últimas semanas, el debate público se acaloró producto del proyecto anunciado por la Cancillería para exportar carne de cerdos a China. Por un lado, hubo una movida significativa en redes sociales impulsada por colectivos ambientalistas expresando el rechazo al proyecto (con el hashtag #BastaDeFalsasSoluciones). Como se sostiene en una nota del filósofo Lucas Villasenin oleada.com.ar/economia/ecologia-o-economia-una-falsa-disyuntiva-sobre-la-exportacion-de-carne-porcina-a-china/ dentro de los diversos argumentos en contra se incluyen la soberanía alimentaria, la posibilidad de fabricar nuevas pandemias, el maltrato animal o, lisa y llanamente, una crítica al modelo de desarrollo productivo de Argentina, considerado extractivista y profundamente desigual.

Por el otro, hubo voces en defensa a la iniciativa, entre las cuales me incluyo. Abordar punto por punto estas críticas implicaría un largo artículo, de modo que me voy a detener particularmente en el último punto: el del modelo de desarrollo. En esta nota voy a argumentar por qué creo que el proyecto porcino, con los debidos cuidados y con la adecuada regulación estatal en la dimensión ambiental y sanitaria, puede contribuir a mejorar sosteniblemente la pobreza y la desigualdad en nuestro país.

Subir la vara

Definitivamente, el ambientalismo tiene mucho para aportar a subir la vara del debate sobre desarrollo sostenible, y sus aportes son fundamentales para la agenda que viene. Negar el cambio climático o el impacto ambiental de las actividades económicas, como hacen ciertos discursos de derecha extrema, es peligrosísimo, pues amenaza el futuro de la humanidad.

Sin embargo, también creo necesario tener cuidado con algunos enfoques radicales dentro del ambientalismo que, en nombre de la ecología, se opone a todo lo que sea “desarrollo”. En el extremo, esa visión se opone a toda interferencia humana sobre el ambiente. No dudo de sus buenas intenciones; no obstante, creo que las consecuencias de no aprovechar nuestros recursos –con las precauciones necesarias– serían dramáticas en un país donde la pobreza pone en jaque el presente y el futuro de todos.

Exportaciones y ambiente: ambas dimensiones son fundamentales

Si queremos menor pobreza, menor desigualdad, menor desempleo y menor precarización laboral, necesitamos producir y exportar más, y los recursos naturales son importantes. Si no logramos aumentar las exportaciones y que nuestra economía genere dólares genuinos, repetiremos lo de siempre: devaluación, inflación, empobrecimiento de las mayorías y aumento de la desigualdad, desempleo y precarización laboral.

Es por eso que, así como el cuidado ambiental es fundamental, también lo son las exportaciones. ¿Por qué? Si queremos que nuestros salarios aumenten sosteniblemente o apuntalar a nuestra industria nacional o la producción con energías limpias, necesitamos sí o sí exportar más. La razón es la siguiente: cuando se incrementan nuestros salarios, tendemos a consumir más. Por ejemplo, cambiamos el celular o el auto, nos vamos de vacaciones al exterior, nos compramos una tele o una compu nueva, etcétera.

Cuando una industria crece, necesita maquinarias o insumos. Cuando queremos producir con menor impacto ambiental (por ejemplo, con energía fotovoltaica), necesitamos bienes tales como paneles solares. Todo eso implica importaciones: las maquinarias, los paneles solares, el celular, la tele, el auto o la compu tienen muchos contenidos importados. Lo mismo, si nos vamos de vacaciones a Uruguay o Brasil estamos también importando (en este caso, un servicio turístico). Las importaciones se pagan en dólares. Y podemos financiarlas básicamente con exportaciones (lo cual es sostenible) o con deuda externa (lo hemos hecho en los últimos años y ya sabemos cómo nos fue).

Durante los años en que más se redujeron la pobreza y la desigualdad en Argentina y otros países de América latina, esto es, en la “década de los commodities”, el aumento de las exportaciones se constituyó como una condición necesaria para esa dinámica. En la región ese aumento tuvo como base la explotación de los recursos naturales. Obviamente, eso se dio con muchas limitaciones y también consecuencias negativas (como el impacto ambiental que tienen algunas actividades productivas). Pero sin exportaciones no se hubiera producido nunca esta mejora social. En la actualidad, la clave es pensar cómo podemos congeniar este aumento de las exportaciones -que termina siendo lo que habilita las mejoras sociales- con la transformación productiva y la minimización de los daños ambientales.

Creo que eso es perfectamente posible, como lo demuestran por ejemplo los países escandinavos, en donde se combinaron abundantes exportaciones de recursos naturales con el desarrollo de sectores muy intensivos en conocimiento y creatividad, con una agenda ambiental de vanguardia y los mejores indicadores sociales del mundo: pobreza cero y desigualdad muy baja. Por ejemplo, Noruega es un país exportador de hidrocarburos desde la década de 1970, lo cual le permitió pasar a ser el país más desarrollado del mundo según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Ellos lograron que el petróleo (que se extrae en el Mar del Norte) tenga una enorme base tecnológica local, apostando al desarrollo de proveedores locales (por ejemplo, plataformas para la extracción o buques petroleros) y con crecientes exigencias ambientales. Gracias a ello pudieron fortalecer intensivamente el Estado de Bienestar que se estaba consolidando desde las décadas previas a los años 70.

Algo similar puede decirse de Finlandia, país que supo ser mayormente forestal y que luego fue desarrollando otros eslabones de la cadena de valor, primero exportando maquinaria forestal y luego utilizando las crecientes capacidades industriales para diversificarse hacia las telecomunicaciones (con la empresa Nokia como emblema). Trayectorias parecidas experimentaron Dinamarca (pequeña potencia agroalimentaria, con los cerdos como actividad destacada), Países Bajos (otro país muy fuerte en la industria alimenticia), Canadá (país con mucha minería, forestal, agricultura o hidrocarburos), Australia (mayormente minería), Nueva Zelanda (alimentos) o mismo Estados Unidos (alimentos, minería, o hidrocarburos no convencionales). En todos estos países los recursos naturales fueron palancas fundamentales del desarrollo económico, y permitieron luego la diversificación hacia otras actividades productivas más sofisticadas.

Ventajas y riesgos de la cuestión porcina

Todo proyecto productivo debe ser analizado integralmente, con información y argumentos sobre sus pros y sus contras. Es fundamental hacernos preguntas tales como: ¿cuál es el impacto ambiental de esta actividad? ¿Qué podemos hacer para minimizar ese impacto? ¿Cuánto empleo es capaz de generar? ¿Desarrolla economías regionales o perpetúa las enormes asimetrías territoriales del país? ¿Ayuda a que exportemos más? ¿En qué medida? ¿Ayuda a que el Estado tenga más recursos fiscales para hacer programas sociales y de infraestructura? ¿Genera el desarrollo de actores locales, de modo tal que permita fomentar los conocimientos y la creatividad de nuestras empresas y de nuestros trabajadores?

Como cualquier actividad, la producción y exportación de cerdos tiene sus pros y sus contras. Los pros de la actividad porcina (que, dicho sea de paso, se triplicó en Argentina desde 2003, sin que se verificaran mayores problemas ambientales) son muchos, y es por eso que creo que el proyecto vale la pena. Por un lado, su contribución a la generación de dólares: se estima que el nuevo proyecto anunciado aportaría 2.500 millones de dólares en cuatro años, lo cual sería más o menos comparable con nuestras exportaciones de carne vacuna. Como se mencionó anteriormente, exportar más es fundamental para que las mejoras sociales sean sostenibles, ya que siempre que nos aumenta el ingreso necesitamos importar más. Además, el Estado podría recaudar más, ya que la actividad económica y las exportaciones generan ingresos fiscales. Cuando la economía produce menos, los ingresos fiscales caen (como lo vimos ahora en estos meses), debilitando la capacidad para ejecutar políticas productivas verdes (como el desarrollo de la electromovilidad, de las energías renovables, de la economía circular o subsidios para cambiar electrodomésticos viejos por otros más eficientes en lo energético), para hacer obra pública, para financiar el sistema de ciencia y tecnología o para desarrollar programas sociales que ayudan a disminuir la pobreza y la desigualdad, como la AUH o el Progresar, por ejemplo.

En segundo lugar, la generación de empleos: se estima que las granjas porcinas crearán directamente 9.000 empleos de calidad, a los cuales hay que sumarles miles de empleos indirectos asociados a las actividades de logística, comercialización, construcción de los galpones, y producción de insumos, maquinarias y servicios intensivos en conocimiento. Dentro de los empleos indirectos, tenemos la posibilidad de fomentar tanto a los puestos ligados a la ciencia y la tecnología, como aquellos vinculados a la genética animal, la veterinaria, la biotecnología, la bioseguridad y la metalmecánica. Asimismo, nuestro sistema científico-tecnológico, por medio de organismos como el Conicet, el Inta o el Senasa pueden (y deben) cumplir un rol protagónico que ayude a que la producción porcina sea cada vez más intensiva en conocimiento.

En tercer lugar, el fomento del empleo de calidad en regiones muy postergadas del país, como lo son el NOA y el NEA –donde se prevé que las granjas se radiquen– donde al sector privado le cuesta muchísimo generar empleo formal. Ese desarrollo de territorios postergados permitirá reducir el incentivo a migrar al Amba por motivos laborales y económicos, con el desarraigo que ello implica. En la actualidad, el área metropolitana de Buenos Aires concentra un tercio de la población del país en un esquema ambiental y económicamente insostenible, y sería positivo pensar en un desarrollo territorial más equilibrado.

En cuarto lugar, el proyecto porcino apunta justamente a agregar valor a nuestra producción primaria y a alejarnos del extractivismo. Los cerdos se alimentan mayormente a base de maíz y, en segundo lugar, de soja. Producir cerdos supondría mayores incentivos relativos a sembrar maíz para luego agregarle valor: hoy exportamos este cultivo a 200 dólares la tonelada. Utilizar ese maíz como alimento para la carne porcina, que luego será exportada a 2.000 dólares la tonelada, es claramente una buena oportunidad para Argentina, pues permite agregar valor y alejarnos del extractivismo.

En quinto lugar, aunque podría parecer extraño, el proyecto porcino puede tener aspectos interesantes desde la perspectiva ambiental. Se estipula que cada granja trate los excrementos de los cerdos para producir energía renovable y limpia (biogás) y fertilizantes orgánicos. También hay potencial para que los techos de los galpones sean equipados con paneles solares, disminuyendo la demanda de energías no renovables.

Lógicamente, toda actividad productiva tiene sus riesgos, si el Estado no controla bien, si la comunidad científico-tecnológica no se involucra, si no se cumplen estándares ambientales, si no hay información transparente y si no existen sistemas de alertas tempranas. Afortunadamente, hay mucho potencial para que el proyecto porcino se pueda llevar adelante con riesgos reducidos. En efecto, China elige a Argentina como proveedor de carne porcina dado que tenemos excelentes estándares sanitarios: somos un país libre de peste porcina africana, de fiebre aftosa, de peste porcina clásica, de diarrea epidémica porcina y del síndrome reproductivo y respiratorio porcino. Se trata de activos que absolutamente ningún argentino quiere dilapidar. Asimismo, las granjas están integradas (esto es, todo el proceso productivo se desarrolla ahí), de modo que si existiera algún problema sanitario en una de ellas, la probabilidad de contagio a las otras granjas resultaría muy bajo.

Por otra parte, países con una producción porcina notoriamente superior a la nuestra y con muy buenos estándares ambientales no han tenido problemas con esta actividad económica. Es por ejemplo el caso de Dinamarca, país cuya superficie es un séptimo de la provincia de Buenos Aires y en donde la faena anual de chanchos es de 18 millones, contra 6 millones que tiene hoy nuestro país. También es el caso de Alemania, cuya superficie es similar a la de la provincia de Buenos Aires y en donde la faena anual de cerdos es de 55 millones.

El desarrollo sustentable argentino es un camino largo y complejo. Este proyecto tampoco es la panacea y la solución a todos nuestros problemas, pero sí es un claro avance en el camino del desarrollo económico y social sustentable, con integración de la dimensión ambiental. Para eso, es fundamental un Estado que regule debidamente los procesos productivos y un sistema científico-tecnológico activo para que los riesgos ambientales sean los menores posibles y para que la exportación de cerdos contribuya significativamente a que las y los argentinos vivamos mejor.

(*) Director del Centro de Estudios para la Producción (CEP-XXI) en el Ministerio de Desarrollo Productivo de la Nación. De Cenital

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