En estos días
Lejos de limitarse a la actuación castrense, Julio Roca era una figura influyente en la política argentina desde 1876 y ante la coyuntura electoral que se avecinaba, en 1878 comenzó a trabajarse para su candidatura. A fines de ese año, el representante diplomático de Portugal en Buenos Aires informaba a su capital: “Háblase en los círculos políticos del actual ministro de Guerra, general don Julio Roca, para futuro presidente de la República” (Ruiz Moreno 2009: 157). Quiere decir que la expedición que llegaría a Choele Choel en mayo del año siguiente, también se pensó para catapultar a su mentor y ejecutor hacia la Presidencia.
A grandes rasgos, el tucumano contaba con el respaldo de las élites provinciales, mientras que su contrincante, Carlos Tejedor, sólo era fuerte en Buenos Aires. Por entonces, no era extraño que las diferencias políticas se resolvieran por la vía de las armas.
Al mismo tiempo que se aprestaba a iniciar la marcha hacia el río Negro, Roca informó a Miguel Juárez Celman, por entonces, ministro de Gobierno cordobés: “Escribo a Racedo para que le mande dados de baja sargentos y soldados de toda confianza para que Ud. los dé de alta en el piquete o agregarlos a la Policía” (Ruiz Moreno 2009: 159). Racedo comandaría la 3era División en la expedición al río Negro y si bien estaba por lanzarse hacia el Rankül Mapu (La Pampa), su superior no experimentó mayores contradicciones en distraer parte de su fuerza en la contienda interna.
El general y sus seguidores no daban puntada sin hilar: mientras las columnas se aprestaban para dirigirse al sur, la mansión del acaudalado Diego de Alvear se convirtió en bunker electoral para iniciar la campaña en Córdoba. En efecto, en la noche del 15 de abril se proclamó la candidatura del ministro y dos semanas después, el flamante postulante inició su marcha desde Carhué. No por nada se hizo acompañar por periodistas y por el fotógrafo Antonio Pozzo. La otra facción respondió con la consagración de la fórmula Carlos Tejedor – Saturnino Laspiur a fines de mayo, cinco días después de la puesta en escena de Choele Choel que todavía reproducen los viejos billetes de 100 pesos. Tarde.
Cuando llegó a Buenos Aires la noticia, los partidarios de Roca hicieron público un telegrama, que entre otras cosas, decía: “En el día de la Patria habéis clavado y saludado la bandera que escaló los Andes sobre las márgenes del río Negro y del Neuquén, después de haber extirpado al salvaje que antes amenazaba a las poblaciones cristianas y se creía dueño absoluto del inmenso territorio conquistado, en que caben tres provincias. La celebración del 69 aniversario de nuestra independencia en las orillas del río Negro y del Neuquén por nuestro bizarro y meritorio Ejército graba indeleblemente vuestro nombre entre los que más han merecido bien de la Patria” (Ruiz Moreno 2009: 160).
La gente bien
Roca describió a los firmantes del texto como “lo más selecto y distinguido de la sociedad de ese gran pueblo”, es decir, los sectores acaudalados y patricios. Toda una operación de prensa, si usáramos terminología de la actualidad. El 8 de julio, mientras sus subordinados de la 4ta División se esmeraban en devastar tolderías en la actual provincia de Neuquén y en interrumpir la desesperada fugas de salineros y rankülche, el ministro ya estaba en Buenos Aires. Al mismo tiempo que el irreductible Baigorrita recibía los sablazos y culatazos que apuraron su último aliento (julio de 1879), el candidato disfrutaba de homenajes y protagonizaba actos públicos. La marea que se levantó en su derredor hizo tan previsible su triunfo en la contienda electoral que se avecinaba, como el levantamiento armado de sus contrincantes. Ante esa posibilidad, el Ejército que había masacrado al pueblo mapuche todavía libre, era factor de poder importante, sino decisivo. Después de sortear la creciente que había puesto en jaque a sus tropas, Villegas escribió a su superior el 21 de agosto de 1879: “Los mitristas se han de haber alegrado al creernos ya tragados por el Negro, pero que sepan estos señores que estamos mejor que nunca, dispuestos a cumplir con nuestro deber, y ahogar con nuestro poder a los ambiciosos descabellados que, como ellos sólo pretender regir los destinos del país para encaminarlo a su total ruina” (Ruiz Moreno 2009: 161). No sólo para terminar con el “problema del indio” había aceitado el ministro al brazo armado del Estado.
Mientras las matanzas de mapuches continuaban en la cordillera, el hombre que usufructuaba políticamente tanta muerte, traición y desolación, continuaba con sus meticulosos planes. Como las tropas de línea eran instrumento suyo, Buenos Aires armó su propia milicia. En la escalada, la situación también se tensó entre los gobiernos de Entre Ríos y Corrientes, alineada la última con la futura capital de la Argentina. Ante la posibilidad de enfrentamientos, el gobierno nacional decidió el retorno de unidades que estaban en las nuevas posiciones fronterizas. El primero en dirigirse a la ciudad díscola fue el Batallón 7 de Línea, de guarnición en Trenque Lauquen a las órdenes de Ignacio Fotheringham, uno de los oficiales que había llegado hasta la confluencia entre el Limay, el Neuquén y el Negro en 1879.
Del Desierto a Puente Alsina
En febrero de 1880 ya estaban en la ciudad con ganas de actuar Napoleón Uriburu y Conrado Villegas, el primero había comandado la 4ta División en su expedición al Neuquén y el segundo, era el comandante de la nueva línea del río Negro desde julio anterior. Al responder un alarde de las fuerzas de Tejedor, el todavía presidente Avellaneda encabezó una revista que tuvo lugar en Chacarita de la que participaron cinco batallones de Infantería, al mando de Teodoro García, Fotheringham, Antonio Dónovan, Sócrates Anaya y Francisco Bosch, respectivamente; dos regimientos de Caballería a las órdenes de Manuel Campos y Uriburu, más otro de Artillería con Joaquín Viejobueno como jefe. Todos, recientes expedicionarios al Desierto o con experiencia en la frontera.
En abril de 1880, un año después de iniciar su marcha hacia Choele Choel y tres meses más tarde de la captura de Purran, la fórmula que encabezaba Roca logró 138 electores contra 70 de Tejedor. El tucumano se había impuesto en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca, San Luis, San Juan y Mendoza. Sólo las provincias de Buenos Aires y Corrientes se mostraron adversarias.
A comienzos de junio, el bando porteño desembarcó armas para pertrechar a sus tropas y ante esa actitud, el gobierno nacional se trasladó a Belgrano, consideró alzadas contra su autoridad a las fuerzas de Tejedor y dispuso la represión. Mientras en la ciudad se levantaban trincheras y abrían fosos, el colegio electoral se reunió de todos modos para ratificar el triunfo de Roca y ungirlo como futuro presidente de la Argentina. El exministro se ubicó en Rosario para seguir de cerca los acontecimientos e intervenir con sus disposiciones, aunque formalmente no tenía autoridad alguna.
El fuego se abrió en Flores, con un encuentro entre avanzadas de resultado incierto y la primera batalla de importancia se libró en cercanías del río Luján, con el triunfo de los nacionales y el desbande de los provinciales. Mandó a los primeros el coronel Racedo. Los porteños que consiguieron escapar se valieron del tren y se reunieron con sus compañeros en Puente Alsina, donde se había levantado una trinchera. Después de esa acción, el enfrentamiento se dirimiría en la propia ciudad, que se defendía con poco más de nueve mil hombres en su perímetro. Comandaba las tropas nacionales Joaquín Viejobueno, coronel que después se desempeñaría como inspector general de Armas en los tramos finales de la Campaña al Desierto. Tocó que otro veterano de la vieja frontera, el coronel Levalle al frente de la División Carhué, iniciara el ataque nacional en inmediaciones del puente Barracas. El comienzo del invierno encontró a los contendientes con las acciones generalizadas, librándose un encuentro de proporciones en el puente Alsina, que finalizó con la retirada porteña. Ambos bandos desplegaron cañones Krupp, ametralladoras y fusiles de la más reciente generación, a los que usaron sin reparar en que se trataba de un enfrentamiento a priori fratricida.
Con aproximadamente dos mil víctimas fatales entre las dos facciones, se iniciaron tratativas para acordar un armisticio que finalmente, se logró a fines de junio e incluyó la dimisión de Tejedor. Dos mil muertos para dirimir divergencias entre proyectos políticos difíciles de diferenciar, si se soslayan las ambiciones personales de los dos referentes. Contundente ejemplo de civilización. Aún se prolongaron los enfrentamientos entre tropas correntinas y entrerrianas, aliadas las primeras a Buenos Aires. Fue otro hombre de confianza de Roca, el teniente coronel Rufino Ortega, el encargado de terminar con la insurrección correntina.
Con las armas finalmente en silencio, el tucumano asumió la Presidencia de la Nación el 12 de octubre de 1880. Libres sus manos y despejada su mirada luego del desafío de Tejedor, volvió a dirigirla hacia la frontera sur, donde a pesar de sus proclamas de 1879, permanecían en libertad y expectantes los pikunche, los waizufche y los williche, en alianza con sus peñi rankülche y chaziche. Toda la “nación india”, como diría Manuel Namunkura.
Nunca un Presidente argentino electo democráticamente -es un decir- asumió el poder con las manos tan manchadas de sangre. Apenas 140 años atrás.