Un relato de amor, traición, prejuicios e irremediable tragedia, de tono clásico, intervenido por una serie de elementos que le son propios al culebrón latinoamericano más tradicional pero que inteligentemente han sido resignificados, es el camino narrativo que traza el joven y talentoso autor y director de teatro, cine y televisión mexicano Manolo Caro como disparador para el armado de la imperdible serie breve Alguien tiene que morir, que se conoció hace unos días en la plataforma Netflix. Caro vuelve aquí sobre algunas de las cuestiones que más le interesan, conoce y sabe contar, pero esta vez con la atrocidad del franquismo como telón de fondo, lo que profundiza su mirada sobre esas mismas problemáticas.
Tomando como metáfora siniestra el tiro al pichón con el que en los años 50 se «entretenía» y practicaba tiro la aristocracia madrileña (aún hoy, algunos lo siguen haciendo), la serie cuenta con sólo tres potentes capítulos, aunque todo queda dispuesto para una segunda temporada.
Se trata de “Soltar la presa”, “Tomar puntería” y “Apretar el gatillo”, que van en diálogo con el oscuro divertimento que en ciernes es toda una metáfora de la derecha reinante por entonces y de lo que acontece en la trama, a través de los cuales se desanda una historia de amores desencontrados, contradicciones y falsa moral, poder de ricos sobre pobres, sucesos ocultos del pasado y, particularmente, cómo por aquellos años eran tratados los homosexuales en la España de Franco.
Buscando correrse, al menos por el momento, de la comedia, el género con el que se hizo conocido mundialmente, particularmente a partir del éxito de La Casa de las Flores, con dos temporadas disponibles en la misma plataforma, Caro, con tan solo 35 años es, ante todo, un gran autor y dramaturgo, dueño de un enorme ingenio y singular ironía para pensar y pergeñar las tramas de sus historias, los perfiles y las reacciones poco previsibles de sus personajes, sus prehistorias siempre latentes y por estallar y cierta oscuridad bizarra que pudo sostener en su airoso salto de la comedia al drama, pero sobre todo, a partir de la elección de actores y actrices haciendo personajes en los que están algo corridos de su lugar de comodidad, dispuestos, en este caso, a ponerle el cuerpo a un melodrama que va inexorablemente camino a la tragedia.
Ambientada a mediados de los años 50, la historia de Alguien tiene que morir comienza cuando Gregorio (Ernesto Alterio) y Mina (la enorme Cecilia Suárez) impulsan la vuelta a Madrid de su único hijo, Gabino (Alejandro Speitzer), quien hace diez años viajó a México, de donde es oriunda su madre y donde viven sus tías, por una decisión que la trama ira develando. La casona familiar en las afueras de la ciudad está comandada por la manipuladora y violenta Amparo (Carmen Maura, en un gran regreso), madre de Gregorio de pensamiento profundamente machista, que pretende para su único nieto un matrimonio convenido por cuestiones políticas y económicas. Pero Gabino no llega solo a la casa de la infancia. Lo hace junto con Lázaro, un bailarín clásico al que presenta como su amigo (el debutante Isaac Hernández, primer bailarín del English National Ballet), y al que desde el prejuicio ven como otra cosa. De inmediato, Lázaro se convierte en el objeto de deseo de varios de los personajes poniendo a funcionar el motor de la tragedia y una pulsión inevitable, un latino que desde ese encierro claustrofóbico buscará abrir puertas y ventanas más allá de la sangre derramada puertas afuera a manos del franquismo.
Con un elenco que completan no en personajes menores, entre más, los hermanos en la ficción Ester Expósito y Carlos Cuevas, actores de la nueva generación con destino de estrellas en España, ambos atrapados por lo irrefrenable del deseo aunque de formas diferentes, además de Mariola Fuentes como la sufrida empleada doméstica Rosario, una “Roja” desesperada con un marido preso lo que alimenta aún más esa otra pulsión dentro de la casa, la serie tiene momentos de profunda belleza mezclados con otros de un clima siniestro, todo acompañado por una dirección de arte de tono preciosista, gran trabajo de fotografía, y una banda sonora compuesta especialmente por Lucas Vidal, otro de los elementos fundantes del discurso dramático que transita la serie y que le da un tono inconfundible.
Alguien tiene que morir pone al espectador frente a las atrocidades y la oscuridad del franquismo, la persecución a lo diferente en todas sus formas y evoca, también, entre tantísimas muertes injustas y aunque no se la mencione, el fusilamiento de Federico García Lorca acontecido en agosto de 1936 a manos del franquismo en los estertores de la Guerra Civil.
Y si bien las comparaciones siempre son incómodas y hasta innecesarias, es cierto, como sostienen muchos analistas y críticos, que en Manolo Caro hay algo de la poética de Pedro Almodóvar, pero también conviven en él el imaginario de sus compatriotas Arturo Ripstein y Jaime Humberto Hermosillo e incluso cierto clima jugado al surrealismo que recuerda a Buñuel, dentro de una espiral trágica de la que, como sostiene Nina, “si escapar fuera tan fácil, hace mucho tiempo que no estaría aquí”.