Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Escribo esta crónica en las primeras horas del 2021. En este momento pareciera que resultan insuficientes los adjetivos negativos para calificar el año que pasó, y el ánimo se regodea con la renovada esperanza que acarrean todos los inicios. En el fondo nuestro espíritu se debate entre el deseo de recuperar la zona de confort perdida, añorando modos, detalles que podíamos reconocer y nos daban seguridad, y las incipientes formas que se esbozan en el horizonte, sin poder descubrir aún hacia donde nos llevarán. El 2020 recibió críticas más que abundantes, pero entre todas destaco la que me pareció más dolorosa: el encierro obligado.
A pesar de la buena prensa que hoy goza entre los más jóvenes, la soledad es antihumana. Desde que nacemos estamos en compañía, y nuestro cerebro se desarrolla gracias a la imitación, fuente de cualquier aprendizaje. Por eso, y a pesar de las posibilidades abiertas por la tecnología, el confinamiento fue causa de gran parte del sufrimiento que trajo aparejado el año.
Ya en agosto hacíamos un relevamiento de los efectos que produjo el encierro sobre la salud mental y, entre otras cosas, decíamos que “el mantener distancia obligó a cancelar el contacto corporal con amigos, hermanos, hijos y nietos, que tanta falta nos hace, mientras que el uso del tapabocas ahogó de múltiples maneras (real y metafóricamente), obligando a alzar la voz para hacernos oír”.
Las consecuencias no tardaron en hacerse sentir. Desgano, cansancio, adicción por la comida, depresión fueron algunos de los síntomas de un malestar general que casi todos percibimos. Según una encuesta realizada por la Sociedad Argentina de Nutrición, seis de cada diez argentinos (56,9%) subieron de peso durante la cuarentena. ¿La causa? Comer por ansiedad o aburrimiento.
Al deterioro mental producido por la tensión inherente a cualquier situación de estrés, se sumó que el tiempo transcurrido en la condición de encierro y alerta se extendió demasiado, generando fatiga y angustia. De acuerdo a los especialistas se trató de un sentimiento común y global, que se encuadra dentro del estrés psicosocial, dado que el factor que lo causó es transversal a toda la sociedad, afecta al mundo entero y por un tiempo indeterminado. En Estados Unidos acuñaron un término para designarlo: “crisis fatigue” o “fatiga por crisis”.
Las investigaciones también mostraron que se incrementó el consumo de alcohol, tal y como se ha constatado en un estudio realizado en Canadá que revela que el 20% de quienes tienen entre 15 y 49 años bebieron más durante la pandemia, con el agravante de que los grupos de apoyo a personas alcohólicas paralizaron sus sesiones durante el año.
Una referencia no menor es cómo se vieron afectadas las mujeres por esta situación, que sumaron a la angustia personal la sobrecarga por el cierre de los colegios y el aumento de trabajo en la casa con toda la familia confinada, lo cual generó cuadros depresivos y aumento de conductas autodestructivas, como el consumo de alcohol o pastillas.
En este sentido, la Organización Panamericana de la Salud, desde su portal, deslizó algunas sugerencias a fin de poder lidiar del mejor modo posible con un entorno que resultó demasiado agresivo. Entre otras recomendaciones indicó seguir conectado y mantener activas las relaciones utilizando todos los medios a disposición: correo electrónico, redes sociales, videoconferencias y teléfono. También mantener las rutinas personales o crear nuevas, prestar atención a las propias necesidades y sentimientos, ocuparse de actividades que se disfrutan y sean relajantes, hacer ejercicio regularmente, mantener los hábitos de sueño y consumir alimentos saludables.
Por otra parte, aconsejaron minimizar el tiempo dedicado a mirar, leer o escuchar noticias que causaran ansiedad o angustia; buscar información únicamente de fuentes confiables y chequear actualizaciones sólo una o dos veces al día, a horas específicas, sin hacer caso a rumores ni estimular la circulación de fake news.
Así las cosas, no resultó fácil llegar hasta hoy, cuando el calor facilita los encuentros al aire libre habilitando, sin tanto riesgo, las reuniones sociales. Sin embargo, esta suerte de “primavera” del virus no debería permitirnos olvidar las poco alentadoras noticias que nos llegan del “Viejo Mundo”, y hacernos reflexionar sobre la medida de nuestras expectativas cuando proyectamos el 2021, un año donde todo está por verse, y en el que seguramente repercutirán las consecuencias del desempleo y la economía tambaleante que va dejando la pandemia.
A pesar de todo, y gracias a mi sempiterna voluntad para cerrar ciclos, rescato el mayor aprendizaje del 2020: supimos, definitivamente, que no existe nada fuera del momento presente, cuando valoramos cada abrazo robado a destiempo, cada mirada posada en los rostros de nuestros afectos, padres, hijos, nietos, amigos, cada videollamada o mensaje, cada nota de esperanza puesta a girar. Reconocimos la importancia del otro y aprendimos que compartir es el único modo de dar sentido al absurdo y agitado mar de la existencia, plagado de notas vacías, tristezas y promesas incumplidas. Y con esta mirada, nos disponemos a vivir un 2021 desafiante e incierto como siempre, sabiendo que el descubrimiento del camino forma parte de la aventura, y que lo único importante es que nos sigamos encontrando.