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Recuerdos del presente sobre la ausencia de un padre

En su libro autobiográfico, el escritor, docente y crítico rosarino Alberto Giordano ejercita una memoria sobre su padre donde evoca momentos de su vida compartida desde el recurso exploratorio que ofrece la escritura para tallar un tono y ofrecer una de las formas en que esa relación tuvo lugar

La memoria tiene siempre su propia historia para contar pero cuando un autor la dirige hacia una singularidad de su pasado  –en un diario, en un texto autobiográfico–, hace lo posible para que cuente algo que a él le resulte más o menos verdadero, no tanto como autoafirmación sino como posibilidad de encontrar otros pliegues que amplíen la percepción de lo ocurrido.

También, con lo que el autor no sabe que su memoria guarda si no se activan ciertas parcelas, podría escribir otro libro sobres otros territorios –ya consabidos pero no explorados– todavía intactos.  Y si se trata de escribir sobre el padre o sobre la relación del autor con él, esa verdad suele afinarse hasta que suelta la sinceridad, la sensación de vida, aquello que al autor le cierra porque cree y siente que lo vivió como lo cuenta.

Algo de esto respira Volver a donde nunca estuve. Algo sobre mi padre, el nuevo libro autobiográfico del escritor, profesor de Letras y crítico rosarino Alberto Giordano, que ya cuenta con tres libros de diarios y es por el momento su apuesta a la escritura, a un modo de encararla.

Entre otras cosas pero sobre todo, en Volver… Giordano plantea un retrato de su padre –ya muerto– a partir de equilibradas dosis de humor, ternura e ironía, y a ese tiempo pasado lo mira ahora en el espejo de su propia imagen.

En su prosa evocadora hay una búsqueda de rastros con toques minimalistas donde documenta preferencias de padre e hijo, más que nada en lo que refiere a música y cine, y hasta cierto aire dickensiano sobrevuela los encuentros y paseos de ambos, escasos pero harto significativos para esta memoria en juego.

Con una estructura fragmentada y marcados por un calendario libre –del pasado hacia el presente y viceversa–, los momentos apuntados en Volver… ponen en evidencia el compromiso del autor para que esa memoria del padre –intensa a la vez que fantasmática– asegure su identidad, esa que porta en el momento de la escritura y que ahora se hace pública, del mismo modo que los “yo” se hacen públicos en las redes sociales –las entradas de los diarios de Giordano fueron antes posteos de Facebook– y que invita a esos ramalazos de sinceridad porque parece haber allí una afirmación: “…Acabo de llegar y, sin decir nada y sin saberlo, papá me da lo mejor que un padre le puede dar a un hijo; la certidumbre de que es bienvenido”, escribe Giordano.

Si como decía (W.G.) Sebald, la memoria “es una acumulación de escombros que difícilmente pueda poner en pie el edificio de nuestra vida”, lo que queda son esos recortes, esas instancias en los que incluso la materialidad de los objetos echan más luz que cualquier intención.

Allí están las rítmicas del jazz, del tango, del candombe, del rock sinfónico, en discos donde Giordano se afirma y comparte en un dispendio gozoso con su padre. Un padre de mente abierta para la música y el cine que sugiere y regala y hace escuchar a su hijo distintas músicas, entre ellas, la de su vida.

Una velada preocupación sentimental por la propia culpa y el duelo atraviesa Volver…, pero es en ese lance donde Giordano desanda los mecanismos y estrategias ligados a la protección paterna para preguntarse por su lugar: “¿Cómo cumplir con el padre sin dejar al mismo tiempo de cumplir con uno mismo?”, y para que las reminiscencias no sean solo una elegía ni un lamento por el paso del tiempo, dice: “Hay que aprender a aceptar las señas que todavía hace la verdad a través de algunos recuerdos incómodos y difíciles de manejar, y arriesgarse a descubrir una forma, que después se reconocerá como propia…”.

Y en la entrevista que sigue a estas líneas, en respuesta a si hay en este libro un “ajuste de cuentas” con su padre, aclara: “En mi corazón y mi conciencia, pasó de ser un héroe y un villano (…) a ser una figura múltiple y cambiante, al mismo tiempo íntegra y contradictoria, ambigua”.

Y es de este modo que Giordano ordena y reproduce esas discrepancias que ofrece el amplio campo de la realidad donde lo que talla es la sinceridad que surge de un tono, de la invocación a ese espíritu inquieto que fue su padre, sopesada toda gravedad de la relación para alcanzar alguna orilla donde ser uno mismo y, para después de su partida, “…poder amarlo de otro modo, en el tiempo de la supervivencia”.

Un libro de aprendizajes

—En “Volver…” parece funcionar muy bien lo que decía (Michel de) Montaigne de que uno siempre es la materia del libro que escribe. La ficción autobiográfica sería una forma de reflexión, ¿qué otras cosas permite esta escritura que estaría vedada (o restringida) para cualquier otra forma de ficción?

—En las ficciones autobiográficas que me gusta leer (las que querría escribir), la observación y el análisis de sí mismo, a través de la rememoración o el registro de lo cotidiano, parecen responder a un deseo de transformación más que de autoconocimiento, por ejemplo, al deseo de desprenderse de juicios y valoraciones que aplastan o atenazan los impulsos vitales para poder alcanzar cierta plasticidad. La reflexión autobiográfica suele conducir a la objetivación narcisista (autocelebratoria o autocompasiva, es casi lo mismo), pero puede volverse también una forma de aprendizaje vital, o de supervivencia activa, cuando la escritura se convierte en un recurso exploratorio y avanza sobre lo desconocido de sí mismo. Diría que todas las formas de ficción literaria, con distintos recursos, buscan la intensificación o la transformación de la vida.

—¿Pudiste desandar a través de la memoria los “secretos y trivialidades de lo familiar”?, ¿sería este un libro de y en aprendizaje?

—Nunca lo había pensado en esos términos pero me gusta la idea: “Volver…” como libro de aprendizajes. Mientras un hombre de mediana edad aprende a recordar a su padre muerto sin recaer en idealizaciones o resentimientos, un profesor-ensayista aprende a narrar los secretos y las trivialidades de su historia familiar para poder revivirla sin demasiadas prevenciones. Los dos aprendizajes, el espiritual y el literario, se habrían cumplido, si es que ocurrieron, gracias a un ejercicio doble de extrañamiento o abandono de lo consabido.

—Aunque lo decís expresamente en relación a ese viaje a Rufino, ¿“volver a donde nunca estuve” refiere sólo a ese preciso lugar? Porque esa ciudad, más que las otras que mencionás, parece ser un centro de irradiación desde donde se fijan parte de las rememoraciones que abundan en el libro

—Rufino es la ciudad de mi primera infancia y fue la ciudad de la juventud de mis padres. Aunque dejé de vivir en ella a los seis años, volví periódicamente, primero desde Resistencia, después desde Rosario, hasta que cumplí los dieciséis. Esos regresos siempre fueron dichosos; durante la adolescencia, salvíficos. A partir de los doce años, Rufino fue también una de las ciudades en las que podía reencontrarme con papá y pasar unos días con él. El regresaba a su juventud y yo a mi infancia, y lo hacíamos juntos, entre primos y amigos.

Habría en “Volver…” un “ajuste de cuentas amable” con tu padre según surge de la mirada del presente de la escritura, ¿es la imagen de tu padre que querés conservar o aparecen otras? ¿Qué sería “cumplir” con tu padre y qué sería “cumplir” como padre?

—Después de haber escrito sobre él y sus mundos, y sobre las veces en que nuestros mundos se cruzaron, observo una mutación en la figura de papá como “personaje”. En mi corazón y mi conciencia, pasó de ser un héroe y un villano –esos fueron los papeles que le reservó el melodrama familiar– a ser una figura múltiple y cambiante, al mismo tiempo íntegra y contradictoria, ambigua. Como la generosidad y la curiosidad por lo diferente, junto con el humor y el gusto por la música y el cine, se revelaron rasgos inalterables más acá de cualquier mutación, diría que el personaje de papá salió beneficiado de la prueba de realismo a la que lo sometió mi escritura.

—“Apenas nací, quedé en manos del rencor femenino” y “La familia es una poderosa máquina al servicio del disimulo y la negación”: ¿Son constataciones producidas por la trama del relato?

—Me puse a reescribir mi novela familiar después de pasar por un fin de análisis. De ahí viene el primer impulso. Sin ese desplazamiento de perspectiva –del melodrama sentimental a la comedia realista– tal vez no hubiese podido escribir los hallazgos que mencionás. Pero tampoco los hubiese escrito, no los hubiese podido pensar con tal claridad, si no se me hubiesen despertado las ganas de darle a mi mundo privado una determinada configuración: cierto ritmo, cierto tono.

Con el recuerdo al mando

—Mencionás la proximidad de la muerte como desafío, ¿qué otras perspectivas abre esa proximidad para tu escritura?

—Entre otras desgracias que trajo la pandemia, está la de haberme enterado de que ya soy un “adulto mayor”, aunque me falten cuatro años para cumplir sesenta y cinco. La posibilidad de morir se me hizo todavía más próxima que mientras escribía sobre papá, aunque fue su muerte lo que me hizo sentir que el próximo turno era el mío. Cuando no me inquieto o angustio, contar con la posibilidad de mi muerte puede funcionar como un recurso insuperable para discriminar lo que realmente me importa de lo que se supone importante, también para desentenderme de las opiniones ajenas, cuando no las enuncian personas que amo.

—El jazz y el tango tienen mucho peso en el libro, si te parece que la tiene, ¿Cuál sería la “música” de “Volver…”?

—Los tangos de la llamada “escuela decareana”: de “Recuerdo” a “Lo que vendrá”, pasando por “Camandulaje”. La música de la juventud de papá, la que escuchaba en el Club Social de Rufino con otros muchachos.

—Los diarios que no se escribieron quitan la posibilidad de registro de un cierto tiempo, decís, pero en tu caso la memoria autobiográfica recupera muchas de esas instancias con creces

—La rememoración, sobre todo cuando el autobiógrafo alcanza “cierta edad”, tiende a la continuidad, la homogenización y la saturación del sentido. Busca imponer la lógica del relato donde solo hubo recomienzo e interrupción. Mientras escribía los fragmentos de “Volver…”, tuve presente que era necesario apostar a la dispersión y lo discontinuo, como si fuese el recuerdo y no la memoria quien estaba al mando, para que la narración pudiese suscitar “sensación de vida”. La intervención de Alfonso Mallo, el editor que tuvo a su cargo el montaje final, fue decisiva en este sentido.

— “Volver…” puede leerse como libro de memorias, crónicas de viajes, saga familiar. ¿Con cuál de estas opciones te quedarías?

—Me quedo con la primera: un libro de memorias, fragmentario, descentrado, hecho de recurrencias y variaciones imprevistas, como suelen ser las conversaciones entre amigos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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