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Dios tiene que existir

Un cuento del escritor Sebastián Ocampo, que ofrece una mirada sobre una guardia médica

Por Sebastián Rogelio Ocampo

–Fui vendedor ambulante –me dijo. Tenía los ojos vidriosos, esos ojos de las personas que han soportado cosas inhumanas pero que llevan la vida con dignidad. Esa mirada yo la había visto en mi padre. Al muchacho le dolían los dientes, en realidad las encías. Tenía una prótesis que no se podía sacar. Se le habían formado hongos, candidiasis. Me dijo con orgullo que se llamaba Pancho. La madre había querido anotarlo en el registro como Pancho, pero no la dejaron. Francisco entonces, pero todo, absolutamente todo el mundo le decía Pancho. Me pidió que pusiera ese nombre en la historia clínica y eso hice.

–Yo vendí celulares en la calle –dije–. Al principio los celulares se vendían en la calle.

–Uhhhh, sí, claro, me acuerdo.

Después me contó su historia, había arrancado a los trece años a vender.

–Nosotros somos cuatros hermanos –dijo–. Mi madre nos crió. Era viuda.

Me contó que esa madre los hizo ir a la escuela, que cuando llegaban les preparaba mate cocido a todos, los sentaba a la mesa y a hacer la tarea.

–…después de un día para el otro me hice falopero y choro –me dijo–. Mi hermana se casó con un alcohólico, mi otra hermana tiene el marido en la cárcel de Coronda, y mi otro hermano es todavía peor de lo que yo fui.

Me senté en la cama, él se sentó a mi lado. Pancho tenía tres hijos, y se había casado. Yo pregunté si seguía casado. Sí, claro, me dijo. Volvimos al tema del vendedor ambulante, de la ropa, las chucherías, los destapadores, las linternas, los libros de cuentos para niños, y después me dio la clase más magistral que alguna vez me dieron sobre la falopa.

–El falopero es el ser más egoísta del mundo –me dijo–. Porque al principio es lindo…- hizo el gesto de llevarse la uña a la nariz- es lindo – e hizo el gesto de hacer que fumaba- es lindo – y se llevó un vaso invisible a la boca. -Todo eso es lindo al principio. Hasta que un día te das cuenta de que estás en otro lado, afuera del almanaque, los días pasan y pasan y vos consumís y consumís y los días pasan y vos mirás todo desde afuera. Sos una bestia egoísta, un enfermo, un adicto, un peligro, un loco.

–Yo estaba re loco –dijo–. Y un día conocí a Dios.

Hacía veintidós años que no consumía, y que Dios, que la salvación, y que hacía veintidós años que no tomaba. Y le creí. Le creí cuando aparecieron dos de sus hijos a pedirle algo, algo que él sacó del bolsillo y les dio y sus hijos no tenían los ojos de los chicos que limpian los vidrios en los semáforos.

Y también le creí porque hubo un tiempo en que yo a la noche cerraba los ojos y odiaba, odiaba a cada una de las personas que me había cruzado, cada gesto, cada palabra. Cada cosa que yo había hecho, incluso las que había hecho bien. Odiaba sentirme bien. Odiaba a mis padres, a mis hermanos, a los profesores, a la escuela, la iglesia, la política, pero a pesar de todo ese odio, cuando trataba de soportar, de sobrevivir a eso inefable, las únicas palabras que me salvaban eran “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”.

Otro paciente, el motivo de consulta, náuseas, pensé: “Esto va a ser rápido. Una metoclopramida intramuscular y ya”. Pero cuando llegué, golpeé la puerta y me abrió esa adolescente me di cuenta de que no iba a ser rápido. Tenía la mirada que yo hubiera imaginado que tendría Sísifo, ciega por una insoportable realidad, agobiada por empujar y empujar cuesta arriba.

Tuvimos que subir una escalera, yo caminé detrás de ella. Una cabellera de pelo fino y rubio caía sobre su espalda. Entramos en una cocina, una nena miraba dibujitos en la televisión y sostenía una taza entre sus manos.

–Hola –le dije. Pero no contestó.

Antes de entrar a la pieza pude atisbar la presencia de una cama ortopédica. Entramos, una imagen me golpeó en el rostro, en el pecho, los genitales y también las piernas. Una mujer postrada, flaca, adelgazada, con los ojos hundidos y brillosos como el que está a la sombra de una amenaza constante.

–Es mi mamá –dijo la adolescente.

–Hola –dije–. ¿Cómo está, señora?

La mujer era joven, el “señora” quedaba fuera de lugar. Tenía treinta y ocho años, me dijo después.

–No doy más de las náuseas –dijo, su voz estaba sostenida por algo que sonaba a cariño.

Estaba pelada. El cuero cabelludo, cubierto por esa pelusa típica de los sometidos a quimio.

La hija me trajo una carpeta de cartón verde. Estudios, epicrisis, imágenes. Cáncer de cuello de útero con metástasis varias. Había tenido también un accidente cerebro vascular isquémico que le había dejado como secuela una parálisis del lado derecho del cuerpo. Internaciones varias por dolor severo, por deshidrataciones, vómitos repetidos. Estaba anticoagulada con acenocumarol.

–Hace dos días que tengo náuseas –dijo.

La hija agregó que no podía comer ni tomar nada. Observar el cabello rubio de la chica me alivió. Pensé en mi hijo, quería enseñarle tantas cosas, que sea un apasionado, la vida no es para cagones. La mejor herencia que le dejaría serían los libros. Los libros son siempre un refugio. Y de pronto pensé en la frase de Pancho: “Y un día conocí a Dios”.

Se ve que me colgué pensando todas estas cosas porque la chica interrumpió mis pensamientos y me dijo:

–¿Se puede hacer un inyectable para las náuseas?

No, no podía, estaba anticoagulada. Podría hacerlo endovenoso pero hacía tanto que no usaba esa práctica, la había olvidado. Recordé la frase de un médico amigo: “Podés hacer intramuscular. Presioná fuerte y prolongado para evitar hematoma”. Me dio miedo pero hice eso. No podía negarme. Le hice el inyectable en la nalga escuálida.

Tuve la imagen de alguien cayendo de rodillas al suelo. Dios tiene que existir, por favor.

La mujer me agradeció.

–Tratá de dormir ahora, mami –dijo la chica.

La mujer cerró los ojos.

Mientras bajábamos la escalera no soporté el silencio.

–¿Tu papá? –pregunté.

–Un día dijo que iba a comprar cigarrillos y no volvió más –dijo la chica.

Una papa creció en mi garganta y tuve ganas de gritar. Se escuchaba el sonido de los dibujitos en la televisión. Le di mi mano a la chica para despedirme, le iba a decir que tenía un pelo hermoso pero no correspondía, o eso creí.

La chica cerró la puerta. Me subí al auto. Tenía el cuerpo temblando. Tuve una imagen, la imagen de mí mismo en una cama ortopédica y, junto a mí, mi hijo. Sacudí la cabeza y volví a ver el auto que estaba estacionado adelante del mío. Los autos de la calle, los árboles, las baldosas de las veredas, el cemento de la calle, la brea de la calle, las hojas tiradas, una botella que había ahí, las puertas de las casas, las paredes, las ventanas, todo, absolutamente todo me embistió. Respiré profundo. Apoyé la frente en el volante y me puse a rezar.

 

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