Lic. En Trabajo Social Giselle Ferrari y Lic. En Trabajo Social Natalia Dulcich/Colegio de Profesionales de Trabajo Social. 2da Circunscripción.
En pleno siglo XXI y desde la sanción de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006), a la cual nuestro país adhirió en 2008 y le dio jerarquía constitucional en 2014, pareciera que la discapacidad ha dejado de ser una problemática social acuciante y que la inclusión es un hecho. Alentados por esta ley suprema y por los propios reclamos de las personas con discapacidad, estamos plagados de discursos políticamente correctos que pregonan y se adjudican acciones que dicen propiciar la inclusión de las personas con discapacidad. Se generan Áreas, Direcciones, Secretarías y Subsecretarías abocadas a ello en los Estados, pero lo cierto es que las personas con discapacidad están aún muy lejos de tener garantizados sus derechos humanos. Pensemos por ejemplo en el derecho al trabajo y el empleo, a la vida independiente, al igual reconocimiento como persona ante la ley y el acceso a la justicia, al respeto de su privacidad, a casarse, a formar una familia, a decidir o no tener hijes, a ejercer sus derechos sexuales y reproductivos, a participar en la vida política y pública, en actividades culturales/recreativas y deportivas en igualdad de condiciones que los demás, y podríamos seguir nombrando.
De modo que no hace falta hurgar demasiado para darnos cuenta que aún las nociones de déficit, anormalidad, patología permean mayoritariamente nuestras concepciones acerca de la discapacidad, así como también las prácticas profesionales, gubernamentales y sociales, ubicando a las personas con discapacidad en lugares y circuitos sociales diferenciados que lejos de incluir estigmatizan. Estamos por tanto muy lejos de ser sociedades que alojen la diversidad de características que componen lo humano. El “capacitismo” (entendido como el modo de opresión y discriminación sobre el colectivo de personas con discapacidad, considerándolas inferiores), sustentado éste también en un modelo médico de la discapacidad, sigue siendo la regla.
La perspectiva tradicional de la discapacidad, o lo que se conoce como modelo médico de la discapacidad, parte del supuesto de un origen individual de la misma, fundado en la deficiencia de un sujeto que tiene alguna pérdida o anormalidad de la estructura corporal o de una función psicológica o fisiológica. En ese marco, se encuentran distintas posiciones que consideran en mayor o menor medida la influencia del contexto en la situación de la persona con discapacidad, pero que dejan incuestionada la existencia de un cuerpo normal que se constituye en el patrón de evaluación de la discapacidad. El “problema” se ubica entonces en la persona cuya mente y/o cuerpo no funciona como “debería”. Dichos sujetos van a ubicarse socialmente en el agrupamiento de “los otros”, los que se alejan de la “norma”, los que no son “normales”. Y así, el “nosotros” se diferencia y ratifica no ser parte de esos “otros”. Desde esta concepción la inclusión se daría cuando lo “otro” se acerca al “nosotros”, se vuelve “lo mismo”, es decir cuando la persona a través de tratamientos busca acercarse lo máximo posible a esa normalidad impuesta como el único modo de ser, estar y transitar este mundo.
No sólo pesa sobre las personas con discapacidad la exigencia de ser quienes no son, sino que también se las mide en función de una “independencia” (inalcanzable para todos los seres humanos) a la que deben aspirar. Repetidas veces escuchamos en las entrevistas con sus familias relatos de discursos “médicos” (y nos referimos nuevamente al modelo médico hegemónico que no sólo encarnan les profesionales de la medicina), que desde el embarazo, parto, y temprana infancia, sancionan y predicen lo que ese sujeto “no va a hacer/poder”, y aconsejan su tránsito y permanencia por determinadas instituciones especiales, abordajes, cuidados y “tratamientos” (en sentido amplio, no solo terapias a sostener sino modos de cuidar, preservar de riesgos, indicaciones para la vida cotidiana, etc). De este modo se condiciona el alojamiento familiar, marcando para las personas con discapacidad determinadas trayectorias, destinos, lugares, ubicaciones y recorridos en la escena social, resaltando la patología y borrando al sujeto, invadiendo de ese modo sus vidas de intervenciones y terapéuticas, medicalizándolas e infantilizándolas. Así se les priva de jugar, del ocio y tiempo libre, del ser uno/a entre otres en la escuela común, de ganar experiencias espontáneas propias y los aprendizajes asociados. Pareciera haber una obsesión por lograr rehabilitar lo más posible ese cuerpo para que pueda “funcionar” de un modo más parecido a la “norma” y hacer actividades sin asistencias o apoyos. Y volvemos a encontrarnos con la vara médica que viene a preguntar cuántas actividades puede hacer la persona por sí misma (comer, vestirse, higienizarse, etc), ocultando que no existen seres totalmente independientes porque (tal como analiza Judith Butler) todas la vidas humanas dependen de diversos apoyos y soportes infraestructurales. Estos apoyos que requiere la vida humana para su existencia están distribuidos de manera desigual (vivienda, alimentación, trabajo, educación, movilidad, etc). ¿Y si mejor apostamos a reclamar esos apoyos y no a aspirar una independencia ficticia que sólo individualiza un problema creado y reforzado socialmente?
Pareciera que la sociedad, que los espacios públicos, se reservan el derecho de admisión y permanencia para ciertos cuerpos; negando a algunos el acceso a cantidad de derechos, y de apoyos para la existencia. Esos cuerpos que insisten en ser como son, interpelan cotidianamente el modo en que la sociedad está organizada; una sociedad que a pesar de los innegables avances en materia de derechos, continúa brindando como respuesta mayoritaria para este colectivo la segregación: escuelas especiales, centros de día, institutos de alojamiento como Hogares, talleres protegidos, etc. Aquí podríamos detenernos un momento para esbozar algunos puntos de encuentro entre el “capacitismo” y el “racismo”. Sobre la base del racismo (considerar a una raza inferior discriminando y oprimiendo) se instituyó en 1948 el apartheid en Sudáfrica (hasta 1992), legalizando de ese modo la discriminación, estableciendo que la población negra no podía votar, utilizar los mismos baños, playas, etc que la población blanca, debían vivir en zonas alejadas, concurrir a escuelas separadas del resto de la población, no podían casarse con alguien distinto a su raza, etc. A estas situaciones aún se enfrentan en su vida cotidiana gran parte de la población con discapacidad.
Pensando específicamente en las intervenciones profesionales, en nuestro caso desde el trabajo social, muchas veces vemos cómo las personas con discapacidad se tornan objetos pasivos de asistencia, tratamiento y rehabilitación, en tanto se los anula en su capacidad de decisión y se los ubica como “receptores de…”, condenándolos a un “eterno cuidado” y a una permanente “infantilización”. Las personas con discapacidad suelen ser incluidas con escasa o sin consulta alguna en dispositivos diferenciados, suelen ser esterilizadas, suelen ser incapacitadas judicialmente bajo el instituto legal de la curatela (muchas veces cambiando sólo el “título” de curador por el de “apoyo”), muchas de ellas no pueden votar, no pueden acceder a distintos ámbitos públicos, no pueden hacer uso del transporte público de pasajeros, suelen ser institucionalizadas con escasa chance de opinión para ingresar o egresar de dichos ámbito, o de acceder a otras opciones . Cuentan con escasas posibilidades para decidir sobre sus vidas, sus cuerpos. Pareciera haber sólo un camino: para la persona con discapacidad hay que reclamar tratamientos médicos/terapéuticos (y de paso tornarlas “productivas” insertándolas en dispositivos de prestaciones y prácticas no siempre deseadas/necesarias/aceptadas por las mismas, que contribuyen al sostén de la industria médica/rehabilitadora y de la discapacidad); y asistencia (pensión, pase de transporte, etc).
De modo que invitamos a re-preguntarnos ¿cómo pensamos la discapacidad? Más allá de cómo la nombremos de forma “políticamente correcta” ¿seguimos pensando que la discapacidad está en el cuerpo o en la mente que no funciona como debería? ¿Seguimos pensando que es una tragedia personal, algo que le sucedió a algunas personas con “mala suerte”? ¿O podremos pensar y construir modos de intervención profesional desde un modelo social de la discapacidad, entendiendo que la discapacidad es una forma de opresión social sobre determinados cuerpos y que por lo tanto al ser una construcción social, política, económica y cultural (no algo natural) la situación de las personas con discapacidad no es inmodificable ni inmutable?
Muchas preguntas se abren desde nuestros espacios laborales concretos, trabajemos o no en un área específica de discapacidad (ya que desde los centros de salud, desde vivienda, desde promoción social, etc siempre trabajamos con población con discapacidad): ¿cuál es la relación que como profesionales establecemos con las personas con discapacidad? ¿Cómo no reproducir en nuestro trabajo la idea de que es una víctima individual de una circunstancia (modelo médico), lo cual desalienta la participación social y política y culpabiliza a la persona por su situación de exclusión? ¿Cómo podemos aportar en fomentar/incrementar el nivel de participación social y política de este colectivo? ¿cómo podemos aportar a la construcción de apoyos para una vida autónoma? (entendiendo por autonomía la posibilidad de poder vivir la vida de acuerdo a los propios intereses y deseos, de poder establecer sus propias reglas y tomar las propias decisiones, y dejar de ser nombradas y ubicadas en determinados circuitos por la hegemonía médica). En el caso específico del Trabajo Social ¿se agotarán las posibilidades de intervención en la gestión de un certificado, un pase de colectivo, una pensión o una ubicación en una institución? ¿Cómo empezar a pensar en un cambio de la organización social que oprime a este colectivo de personas con ciertas características sancionadas socialmente como anormales? ¿Cómo transformar la digna rabia en acción colectiva?
Debemos sostener el desafío de construir intervenciones profesionales capaces de visibilizar las opresiones cotidianas; capaces de habilitar autonomías y palabras propias, escucharlas y acompañar proyectos de vida aunque contradigan los lugares esperados y asignados; construir y garantizar apoyos a medida de cada sujeto y sus necesidades, pero también sus deseos (no sólo persiguiendo un afán rehabilitador). Construir intervenciones que acompañen en los procesos de protagonizar las propias vidas, las propias luchas, generando experiencias también propias, corriendo los propios riesgos, tomando las propias decisiones.
Desde el Trabajo Social tenemos una gran responsabilidad en cuanto a poner en escena las demandas por nuevos dispositivos/servicios (no institucionalizantes) y por nuevas prácticas sociales y profesionales que verdaderamente alojen la diversidad humana. Mientras sigan existiendo personas con discapacidad esterilizadas contra su voluntad, encerradas en instituciones por falta de opciones, condenadas al confinamiento en sus domicilios por falta de accesibilidad, declaradas muertas civiles por el instituto de la curatela, desocupadas, violentadas, excluidas del sistema educativo, segregadas en circuitos especiales, consideradas vidas no dignas de ser vividas ni dueladas; el Trabajo Social tendrá mucho por hacer, mucho compromiso que asumir para con este colectivo históricamente oprimido, en función de revertir estas situaciones injustas y para que cada vida humana sea apoyada y sostenida para transitar este mundo. Para dejar de expropiar vidas desde discursos que creen saber más y poder decidir qué es lo mejor para ellas, este hacer no puede ser de otro modo que no sea CON las propias personas con discapacidad, para que el lema que acuñaron los colectivos que los agrupan, y que participaron de la elaboración de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad sea una realidad: “Nada sobre nosotres sin nosotres”